Yo me desgarré por primera vez jugando en la séptima, cuando todavía no había cumplido los quince años. Esto es, sencillamente, una aberración contra natura. Aquel día no pude hacerme a la idea de que aquel pinchazo significaba el obligado final del partido y seguí jugando con la esperanza de que la molestia se fuera sola. Eso terminó de agravar el asunto. El técnico no lo podía creer: era la primera vez que veía algo así en un chico tan joven. Así que la historia mía con los desgarros es larguísima, casi una convivencia cotidiana, ora en presencia del doloroso y cuasi postrador mal, ora en ausencia de lesión, pues esto significaba la constante compañía del miedo ante inminencia del mordisco futuro al primer esfuerzo.
El fútbol me apasiona. Lo aclaro aunque tal vez no haga falta, porque se debe adivinar. Crecí en compañía de una pelota (de varias, de muchas, pero me refiere a la idea, al concepto de pelota, que es una sola y eterna). Y solo me aleje del fútbol cuando los desgarros en el isquiotibial izquierdo así lo impusieron. De joven jugué con modestísima pericia como número 8 en un equipo de la liga comercial. Allí todavía podía alternar tres o cuatro partidos con otras tantas fechas de inactividad obligada, en las cuales respetaba reposos y destilaba el alcanforado aroma de las pomadas rubefacientes y analgésicas, cuando no caía en manos de algún kinesiólogo, que por lo general resultaba antes un apoyo psicológico que un verdadero aporte terapéutico.
Entonces, todavía jugaba – más o menos- la mitad de los partidos del año. Estaba en un equipo que representaba a “Automotores La Viela”, que logró el bicampeonato 1984-85. Con el correr de los años, las lesiones se volvieron más tiranas; es decir: más frecuentes y persistentes, y con eso alcanzó para sacarme definitivamente de las canchas, hecho al que eventualmente me resigné como ante un fatalismo personal que, en última instancia, era un mal menor. Pasados los treinta, todos tenemos alguna desgracia grande o pequeña: hay tipos que se infartan, tipos que devienen en cornudos, tipos que se funden, tipos que se vuelven trolos. Yo me desgarraba y eso me impedía jugar a la pelota. A pesar de lo que me gustaba el fútbol, sentía que el destino me la hacía barata.
La cuestión es que hace una semana se cumplían nada menos que 10 años desde aquel campeonato obtenido con el equipo, y una cadena de llamados y mensajes había concluido en la organización de un asado al aire libre, que como evento preliminar contaría con un partido con el viejo y clásico equipo rival: “Rulemanes Ortiz”. La invitación me cayó como un yunque en la frente, como un piedrazo en el pantano de mis recuerdos tristes sepultados, removiendo las viejas aguas de mis frustraciones dolorosas. La sola posibilidad de calzarme los cortos me llenó de espanto. No tanto por la eventualidad de un desgarro, si no por la certeza de las cargadas, dirigidas sin medida y sin conciencia contra mi autoestima mancillada durante una vida: si Aquiles tuvo un talón, yo tuve un isquiotibial izquierdo que me cagó la vida, que fue un flanco abierto para la penetración de la aguja del fracaso y la insatisfacción. Me lo imaginé nítidamente: llegando al predio de los telefónicos, en un día soleado y espléndido, entre abrazos y saludos, entre regalos generosos de “estás igual” -que tendrían su mentís más evidente en la árida calvicie o en el encanado níveo de las sienes- y anécdotas sobrevaluadas y condimentadas que harían la delicia de mujeres ricas en caderas y de niños de dientes recién estrenados y de púberes onanistas e imberbes, que no podrían entender que todo aquella alegría y ese agrandamiento retrospectivo no sería más que una farsa, porque el pasado no había sido tan divertido ni tan distinto de la ordinaria vida de estos días. Y luego vendría la hora de cambiarse, la pelota yendo de pie a pie, las pomadas inundando la atmósfera con su ofensivo aroma de alcanfor y mentol, las panzas en su máxima exposición estranguladas por el elástico del pantaloncito, los botines totalmente démodé, de cuero reseco y gastado de tiempo y patadas. Y, sin falta: las anécdotas de mis desgarros, entrando por mis oídos con una electricidad paralizante y contracturante que me recorrería de la nuca hasta el talón. Y algún hijo de puta insensible riéndose, y yo mismo sonriendo como un pelotudo con el alma rota y el gesto indolente. Y el Ruso Pancasky elongando los isquiotibiales sentado en el pasto, tensándolos como una cuerda de guitarra, arqueándose como un mimbre hasta apoyar la pera en el muslo, hasta que parece que en cualquier momento se va a cortar, que no va a resistir más esa tensión imposible y como un elástico se va a volver a enderezar y la puntita de los pies se le va a ir para arriba y en ese momento – no se como puede ser de otra manera cuando se te corta la cuerda posterior – se le va a escapar un pedo, como mínimo notorio, cuando no estridente. Y el gordo hijo de puta de Vucich, todo lo contrario: pateando como un burro sin calentar ni elongar, jugándola heroicamente a suerte y verdad, como cuanto tenía veinte años, con la suerte de jamás haber tenido un solo desgarro.
Yo calentaría prolongadamente, elongaría esforzada y cuidadosamente, evitaría la pelota hasta estar bien seguro de mi correcta flexibilidad, y recién después me atrevería a unos trotecitos más sueltos, a algún pase largo, quien sabe si un tirito al arco, pero siempre temblando ante la posibilidad de que tire, de que se contracture, de que se ponga como una piedra o que pinche como un bisturí y me mande afuera: a soportar el escarnio, la mofa, el picoteo chismoso de las gordas diciendo “los años no vienen solos” o alguna pelotudez de esas, a lo cual yo querría explicarles mi dolor y mi frustración o, mejor, mandarlas a lavar los platos o a jugar a la escoba. Y algún turro de esos que ya no pueden jugar, porque tienen la rodilla rota o la panza exuberante, que vienen a preguntarte que te pasó, como queriendo sumarte al club de la veteranía y el ostracismo futbolero. Capaz que tenía suerte y podía empezar el partido. Quien te dice, 10 o 15 minutos buenos, casi a punto de olvidarme del asunto, disfrutando otra vez como cuando pibe, y de repente, en una pelota muy pelotuda en posición de cuatro, queriendo cambiar el ritmo y lanzarme en un pique idiota a ningún lado, tac, el tirón categórico y el aullido correspondiente y el desgarro – ahora si- propiamente dicho, de varios milímetros, con hematoma y todo. Y salir de la cancha con una pata en el aire y la cabeza gacha, colgado de los hombros de dos compañeros, con el rostro hecho una muesca espantosa de dolor. Y el hijo de puta Vucich o de Polenti, cagándose de risa, diciéndome: -Tu historia es desgarradora- y todos riendo a carcajadas.
Por eso cuando sonó el celular y vi que era el gordo Almirón, preferí no atender. Y cuando me llegó ese mensaje de la chancha Vucich –hijo de puta, no te vas a reir de mi- no lo contesté. Hasta me escondí cuando me golpearon la puerta. Alguno dijo: ¿No habrá cagado fuego este? Pero no. Yo, la vergüenza de un desgarro, no la vivo más ¿Para qué regalarle al mundo otra escena de mi absurdo sufrimiento, de mi castigo perpetuo, si los hijos de mil puta no pueden entender mi martirio? Hubiera estado bueno comer un asado, pero de mi no se ríen más.