sábado, 30 de enero de 2010

La oscura

Fue la parca imaginada,

horror corpóreo y andante,

del destino vigilante

con su guadaña afilada.


De negro paño ataviada,

la pavorosa osamenta,

arribando con la cuenta

de las horas terminadas.


Mas no es a ella que temo,

si no, a la más oscura:

la muerte en su forma pura.

La que figura al extremo


del hilo de nuestra vida,

la inasible por la mente

y ante la cual, impotente,

la letra está desvalida.


La muerte hecha de nada,

absurdo silente y lúgubre

que la razón no descubre

de su manto de ignorada.


Materia eterna o fugaz,

el alma es otro misterio

que no admite magisterio

que no peque de falaz.


Pues es en vano intentar,

sin incurrir en vergüenza,

escribir lo que se piensa

cuando se quiere mentar


a la inicua nada eterna

con su forma inabarcable

y su escenario inmutable

que al mortal hombre consterna.

miércoles, 27 de enero de 2010

Concepción mitológica de mi hijo/a

Sucedió que una tarde floral de noviembre
se unieron una cabra
más terca que el tiempo
y un jinete cazador de estrellas
montado en un burrito de felpa
y riendo estruendosamente por la ocurrencia
regaron la negra tierra dormida
de besos empujones abrazos cosquillitas

Y se abrieron respetuosamente
los mares solemnes
y callaron expectantes las cigarras
su aserradero de soles
y tropillas celestes y lilas
galoparon dulces melodías tenues
y durmió con sonrisas el ave en la rama
mecida por manos del viento del norte

Y al cabo de lunas de mármol de queso
de pluma de sal de aserrín
germinó en silencio
en la tierra que ardía
explotando entre dichas
una chispa de dioses
y un brote de jazmín besó en la frente
a la cabra caprichosa
y la mojó de aromas de primavera tardía
para que un ratón corriera en juegos
sobre la gramilla
y la luz se hiciera
esta vez en serio
al queseyocuanto día de la era de quiensabequien
sobre dos corazones que hasta ese día
tomaban tragos
de pena y alegría
de pena y alegría

martes, 26 de enero de 2010

La secretud del pensamiento

No se cuando lo descubrí; solo se que el hallazgo me significó una liberación. Era un niño cuando tuve la revelación extraordinaria de que nadie podía saber lo que yo estaba pensando. Qué pensar era una actividad silenciosa y oculta, que el pensamiento era un secreto, que mientras la cabeza pensaba te amo, la cara podía decir ni te registro y la boca podía decir ¿me prestás un lápiz negro? A partir de ese momento, aprendí a enamorarme sin vergüenza. También a juzgar y, sobre todo, a mentir: por la virtud de secretud del pensamiento, es posible la mentira. A partir de ello, toda persona es un misterio.
Más tarde, me di cuenta de que podía insultar a alguien desde el silencio de mi mente – poniendo la mejor cara de otario- sin que la otra persona supiera lo que yo pensaba.
Ciertas veces, insultaba y maldecía tan fuerte y tanto tiempo a alguien, que de repente salía del trance como sobresaltado, temiendo que mis pensamientos – por brutales, groseros y - hubiesen sido escuchados. Cuando descubría que esto no era así, la volvía a emprender a escupitajos cerebrales. Generalmente, los destinatarios eran profesores de la secundaria, aunque algún milico o cotidianos garcas han recibido mis silentes juramentos.
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, albergo esperanzas, oculto líneas suprimidas, niego al improbable lector algunas de mis elementales ideas. Una parte de este post la conozco únicamente yo.

jueves, 21 de enero de 2010

Moral canina versus moral burguesa

Salgo de casa con los párpados todavía pringosos, casi soldados, por las lagañas de la siesta. Renato también dormía hace unos instantes, pero por esa extraordinaria – y un poco estúpida- vitalidad agradecida que tienen los perros cuando se los saca a pasear, ahora salta y ladra lleno de alegría. Lo llevo un rato con la cadena, hasta llegar a la plaza, donde lo dejo correr a su antojo e ir a jugar con sus amigos. Yo me distraigo con la edición de oro de “Todo Sudoku”: 143.956 Sudokus diferentes; un milagro de la combinatoria. Cuando levanto la cabeza, lo encuentro a Renato en una situación, como mínimo, comprometida: un rottweiller se le subió por el anca y le aplica bombeo repetido. No alcanzo a ver si hay penetración, prefiero seguir con el Sudoku. Al rato ya son varios los perros que se turnan para culearse mutuamente, y la cosa me termina pareciendo tal relajo, que me dispongo a proceder y al grito de “juira perro” disperso a la jauría orgiástica. Sin reproches, nos vamos. Renato no está ni más feliz ni más triste que si hubiera estado jugando a la pelota.
Cuando volvemos para casa, encontramos nuestro paso cortado por una manifestación: son una 100 personas, en su mayoría mujeres que seguramente hace rato que no pasan por las de Renato, con algunos carteles y pancartas. Leo que son activistas por los derechos de los animales.
-¿Qué pasa? – pregunto
- Un degenerado, un violador de perros. Abusó de una perrita viejita, la quiso violar el degenerado.
En eso un viejo -medio amariconado, por decirlo suavemente- pinta en la vereda unas frases que se supone que son ofensivas.
Renato me mira. Lo miro. No hay nada que explicar. El perro me mira. Estoy a punto de explicarle. Pero me deja de mirar. Entonces decido no explicarle nada.
-¿Y la perrita ya está bien? – pregunto

martes, 19 de enero de 2010

Desgarro

Yo me desgarré por primera vez jugando en la séptima, cuando todavía no había cumplido los quince años. Esto es, sencillamente, una aberración contra natura. Aquel día no pude hacerme a la idea de que aquel pinchazo significaba el obligado final del partido y seguí jugando con la esperanza de que la molestia se fuera sola. Eso terminó de agravar el asunto. El técnico no lo podía creer: era la primera vez que veía algo así en un chico tan joven. Así que la historia mía con los desgarros es larguísima, casi una convivencia cotidiana, ora en presencia del doloroso y cuasi postrador mal, ora en ausencia de lesión, pues esto significaba la constante compañía del miedo ante inminencia del mordisco futuro al primer esfuerzo.
El fútbol me apasiona. Lo aclaro aunque tal vez no haga falta, porque se debe adivinar. Crecí en compañía de una pelota (de varias, de muchas, pero me refiere a la idea, al concepto de pelota, que es una sola y eterna). Y solo me aleje del fútbol cuando los desgarros en el isquiotibial izquierdo así lo impusieron. De joven jugué con modestísima pericia como número 8 en un equipo de la liga comercial. Allí todavía podía alternar tres o cuatro partidos con otras tantas fechas de inactividad obligada, en las cuales respetaba reposos y destilaba el alcanforado aroma de las pomadas rubefacientes y analgésicas, cuando no caía en manos de algún kinesiólogo, que por lo general resultaba antes un apoyo psicológico que un verdadero aporte terapéutico.
Entonces, todavía jugaba – más o menos- la mitad de los partidos del año. Estaba en un equipo que representaba a “Automotores La Viela”, que logró el bicampeonato 1984-85. Con el correr de los años, las lesiones se volvieron más tiranas; es decir: más frecuentes y persistentes, y con eso alcanzó para sacarme definitivamente de las canchas, hecho al que eventualmente me resigné como ante un fatalismo personal que, en última instancia, era un mal menor. Pasados los treinta, todos tenemos alguna desgracia grande o pequeña: hay tipos que se infartan, tipos que devienen en cornudos, tipos que se funden, tipos que se vuelven trolos. Yo me desgarraba y eso me impedía jugar a la pelota. A pesar de lo que me gustaba el fútbol, sentía que el destino me la hacía barata.
La cuestión es que hace una semana se cumplían nada menos que 10 años desde aquel campeonato obtenido con el equipo, y una cadena de llamados y mensajes había concluido en la organización de un asado al aire libre, que como evento preliminar contaría con un partido con el viejo y clásico equipo rival: “Rulemanes Ortiz”. La invitación me cayó como un yunque en la frente, como un piedrazo en el pantano de mis recuerdos tristes sepultados, removiendo las viejas aguas de mis frustraciones dolorosas. La sola posibilidad de calzarme los cortos me llenó de espanto. No tanto por la eventualidad de un desgarro, si no por la certeza de las cargadas, dirigidas sin medida y sin conciencia contra mi autoestima mancillada durante una vida: si Aquiles tuvo un talón, yo tuve un isquiotibial izquierdo que me cagó la vida, que fue un flanco abierto para la penetración de la aguja del fracaso y la insatisfacción. Me lo imaginé nítidamente: llegando al predio de los telefónicos, en un día soleado y espléndido, entre abrazos y saludos, entre regalos generosos de “estás igual” -que tendrían su mentís más evidente en la árida calvicie o en el encanado níveo de las sienes- y anécdotas sobrevaluadas y condimentadas que harían la delicia de mujeres ricas en caderas y de niños de dientes recién estrenados y de púberes onanistas e imberbes, que no podrían entender que todo aquella alegría y ese agrandamiento retrospectivo no sería más que una farsa, porque el pasado no había sido tan divertido ni tan distinto de la ordinaria vida de estos días. Y luego vendría la hora de cambiarse, la pelota yendo de pie a pie, las pomadas inundando la atmósfera con su ofensivo aroma de alcanfor y mentol, las panzas en su máxima exposición estranguladas por el elástico del pantaloncito, los botines totalmente démodé, de cuero reseco y gastado de tiempo y patadas. Y, sin falta: las anécdotas de mis desgarros, entrando por mis oídos con una electricidad paralizante y contracturante que me recorrería de la nuca hasta el talón. Y algún hijo de puta insensible riéndose, y yo mismo sonriendo como un pelotudo con el alma rota y el gesto indolente. Y el Ruso Pancasky elongando los isquiotibiales sentado en el pasto, tensándolos como una cuerda de guitarra, arqueándose como un mimbre hasta apoyar la pera en el muslo, hasta que parece que en cualquier momento se va a cortar, que no va a resistir más esa tensión imposible y como un elástico se va a volver a enderezar y la puntita de los pies se le va a ir para arriba y en ese momento – no se como puede ser de otra manera cuando se te corta la cuerda posterior – se le va a escapar un pedo, como mínimo notorio, cuando no estridente. Y el gordo hijo de puta de Vucich, todo lo contrario: pateando como un burro sin calentar ni elongar, jugándola heroicamente a suerte y verdad, como cuanto tenía veinte años, con la suerte de jamás haber tenido un solo desgarro.
Yo calentaría prolongadamente, elongaría esforzada y cuidadosamente, evitaría la pelota hasta estar bien seguro de mi correcta flexibilidad, y recién después me atrevería a unos trotecitos más sueltos, a algún pase largo, quien sabe si un tirito al arco, pero siempre temblando ante la posibilidad de que tire, de que se contracture, de que se ponga como una piedra o que pinche como un bisturí y me mande afuera: a soportar el escarnio, la mofa, el picoteo chismoso de las gordas diciendo “los años no vienen solos” o alguna pelotudez de esas, a lo cual yo querría explicarles mi dolor y mi frustración o, mejor, mandarlas a lavar los platos o a jugar a la escoba. Y algún turro de esos que ya no pueden jugar, porque tienen la rodilla rota o la panza exuberante, que vienen a preguntarte que te pasó, como queriendo sumarte al club de la veteranía y el ostracismo futbolero. Capaz que tenía suerte y podía empezar el partido. Quien te dice, 10 o 15 minutos buenos, casi a punto de olvidarme del asunto, disfrutando otra vez como cuando pibe, y de repente, en una pelota muy pelotuda en posición de cuatro, queriendo cambiar el ritmo y lanzarme en un pique idiota a ningún lado, tac, el tirón categórico y el aullido correspondiente y el desgarro – ahora si- propiamente dicho, de varios milímetros, con hematoma y todo. Y salir de la cancha con una pata en el aire y la cabeza gacha, colgado de los hombros de dos compañeros, con el rostro hecho una muesca espantosa de dolor. Y el hijo de puta Vucich o de Polenti, cagándose de risa, diciéndome: -Tu historia es desgarradora- y todos riendo a carcajadas.
Por eso cuando sonó el celular y vi que era el gordo Almirón, preferí no atender. Y cuando me llegó ese mensaje de la chancha Vucich –hijo de puta, no te vas a reir de mi- no lo contesté. Hasta me escondí cuando me golpearon la puerta. Alguno dijo: ¿No habrá cagado fuego este? Pero no. Yo, la vergüenza de un desgarro, no la vivo más ¿Para qué regalarle al mundo otra escena de mi absurdo sufrimiento, de mi castigo perpetuo, si los hijos de mil puta no pueden entender mi martirio? Hubiera estado bueno comer un asado, pero de mi no se ríen más.

viernes, 15 de enero de 2010

Fatiga, desidia

Hace tiempo que lamento cronicamente esta fatiga, esta desidia ¿Será casualidad que caiga ante mis ojos el cuento "Escritor Fracasado", de Roberto Arlt? Después de leerlo estoy casi seguro de que nunca en mi vida escribiré nada que valga la reputísima pena.

jueves, 7 de enero de 2010

Familia Arltiana

Una de las causas por las que me gusta la literatura argentina es porque en ella encuentro siempre pasajes que me nombran, que enuncian en la forma de literatura mis días o los días de un pasado que no viví pero que mil veces he oído, hasta convertirlo en mío.
El otro día, escuchando los cómicos dislates de mi abuela – naturalmente, siempre anclados al pasado- pensaba que en mi linaje es absurdo buscar patios ajedrezados y rejas de fierro, aljibes y caserones del diecinueve, guerreros heroicos y nobles patricios. Más vale buscar conventillos y potreros futboleros, historias de vías y trenes, de putas tísicas y borrachines resignados, de anarquistas libertarios y comunistas recitando sus verdades en cocoliche. Historias oscuras y llenas de ocultamientos: de una moral humilde pero rígida – y por tanto siempre desbordada-, con mil vergüenzas y tabúes, con secretos familiares acaso menos dramáticos que lo que la abuela piensa, con malas palabras que no había que decir pero que siempre se escapaban. Con misterios que nadie nombraba mas nadie ignoraba. La cándida moral de la gente humilde de principios del siglo 20 merecería un lugar en la lista de los tesoros amenazados.
Pensaba que sin dudas mi familia es más Arlt que Borges, más vida que mármol, más mártir que guerrero.