sábado, 28 de marzo de 2009

El Dogo Argentino

Un muchachote de pelo en cepillo acaricia los marmóreos pectorales blancos, firmes y estilizados como dos bondiolas a punto, de un soberbio perro cazador. Recorre con sus yemas el imponente dispositivo compresor temporo-mandibular y echa una mirada, entre lagrimitas de emoción que le nublan la imagen, a las ebúrneas muelas carniceras quebrantahuesos y a cuatro colmillos afilados como dos sables castrenses. -Habría que tatuarle un Oíd Mortales en el lomo- piensa, mientras disfruta de la imagen acabada del milagro de la eugenesia canina: años de selección estricta y puntillosa, materializados en un argentinísimo dogo argentino. El orgullo del muchacho es un océano bullente de imágenes celestes y blancas, y en todas galopa, atléticamente y en cámara lenta, con marcial música de fanfarria, su perro. En la fría estepa patagónica, cortando vientos y humillando hielos; en el impenetrable chaqueño, despedazando un autóctono tapir que ha tumbado; en las Islas Malvinas, sometiendo a cobardes Shetland Collies; en el caldenal pampeano, venteando un inmenso Puma, azote subversivo de sumisas, carriadas y cascarrientas majadas. En cada confín del inmenso territorio, va como pintado por Dios el perrazo nacional: con los ojos mongoloides del originario habitante pero con la absoluta blancura europea e inmigrante, con sus orejas prudentemente disciplinadas a tijeretazos cercenadores, con su atenta cara de estúpido y su nariz agitando el éter con rítmicas exhalaciones húmedas. Poco importan los miles de cachorritos que se ahogaron en palanganas o en bolsas de nailon por el mero hecho de presentar una manchita, un leve prognatismo, un tamaño no acorde al orgullo nacional: allí esta la blanca bestia de nuestra identidad y hay que adorarla. Así se hace Patria, así se hace la raza- piensa el muchachote: algunos quedan en el camino, eso es lo inevitable y, también, lo deseable.

jueves, 12 de marzo de 2009

El Martín Fierro con tapas de cuero

Todavía llevaba sus narinas irritadas por el amoniacal vapor del orín ovino, sorprendidas por el verde aroma de la alfalfa enfardada, cuando se le mezcló el argentinísimo humito de un regio bife de chorizo de seis centímetros de espesor: entonces Doña Virerda se sintió campo y pampa, potranca redomona galopando la historia, surcando el infinito con sus patricias crines al viento. Miró los carpinchos hechos bota, las péndulas bolas piriformes de un toro Simmental de dos dientes, la robusta solidez del acerado tractor y las hermosas tapas de cuero de la joya literaria: un Martín Fierro. Adivinó su costosa apropiación y echó una rápida mirada en su flaca billetera; tal vez la vergüenza por su medianía económica -en ese mundo de exposición rural y Palermo y caballos de polo y rostros curtidos de soles y camas solares- la conminó a comprarlo sin dubitaciones. Henchida de orgullo con la adquisición, lo llevó a su casa y le buscó asiento hegemónico en una biblioteca de la sala. Más tarde comprendió que quedaba tan bello, tan elegante y orondo, que la compañía de una Biblia de bolsillo era indigna para la prenda preciosa. Entonces quedó sólo en medio de un estante, apenas rodeado por una estatuita de barro hecha en Catamarca y un mortero en miniatura de bronce. Como un mero adorno coriáceo, el Martín Fierro de edición de lujo enmarcaba la sala de patriotismo y tradición ¡Minuciosa labor la de pasar plumeros y lustrar los muebles sin ofender al telúrico tesoro! Más de una tarde se descubrió recorriendo el lomo del titán dormido con su furtivo dedo enamorado. Soñó con él en una ocasión: ella estaba en el altar de la iglesia de la mano del libro y un elegante cardenal cubierto por una hermosa capa afiligranada los declaraba -en nombre de Dios, la Patria y la sociedad bien- marido y mujer. Entonces ella lo abría y era hermoso hasta lo divino. Se amaron acaloradamente hasta que doña Virerda despertó nadando en sudor en su cuartito de Almagro. Doña Virerda nunca leyó una página: tal vez por eso aquella tarde -años después de la compra del libro- en que el plomero vio el libro en la estantería y se quiso pasar de piola recitando que los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera, Doña Virerda pensó que estaba refiriéndose a su hermana la de Padua, con la que hacía siete años que no se hablaba (y ella sabía muy bien porque), y sin perder su elegancia –aun cuando la castigaban dura y arteramente las almorranas- despachó al mocoso por la puerta, encomendándole no meterse donde no lo llamaban e irse a cagar prontamente. Y la otra tarde, cuando uno de estos literatos zurdos que nunca faltan dijo por la tele que Martín Fierro era el gaucho pobre, vago y rebelde que resistía el asedio y la persecución del capitalismo triunfante en la estepa pampeana, a Doña Virerda le dio como un vahído, se le escapó un aflautado pedo y -entre nauseas y calores- maldijo la mala hora en que dejan entrar a esos mequetrefes a las Universidades, siendo que solo les interesa romper los huevos, joder la vida y hablar de política.

jueves, 5 de marzo de 2009

El problema de la inseguridad

Un comerciante del Barrio de Belgrano percibe un ingreso mensual neto de 7000 pesos. Si gasta 1000 pesos al mes en la educación de sus hijos, 2500 en gastos asociados a la manutención de su familia -incluyendo impuestos, servicios y alimentos- 950 pesos al mes en combustible para sus tres autos que son “la sensación de la libertad”, “el fin de las barreras” y “la luz del futuro”, 500 pesos al mes en ropas y calzados que son el “placer de existir”, “la decisión es lo que vale”, “actitud dominancia” y “élégance et glamour” ; si el comerciante habita una casa amplia, 350 m2, 5 habitac., 3 baños, liv.room, comedor, piscina y jardín; si mientras tanto/ por las calles/ yira y yira un mocoso /que se acerca esperanzado/ en los residuos a hurgar// y entonces desde la casa /amplia, hermosa y elegante/ le señalan que se pire/ si es que no quiere cobrar/ y acabar en un juzgado/ donde le van a enseñar, y el mocoso se retira raudamente de la escena y finaliza el primer acto, y si, exactamente diez años después, a las 9 horas de un viernes, un automóvil parte desde una villa de emergencia a una velocidad de 90 km/h en un movimiento que suponemos uniforme con dirección al Barrio de Belgrano, lugar al cual llega a las 10:23, momento en el cual el cielo está parcialmente nublado, sopla viento leve del sector noreste y la temperatura es de 20 grados centígrados, y si inmediatamente luego de producido el arribo, un individuo del sexo masculino de aproximadamente 1,70 m de altura, tez oscura y cabello negro, en claro estado de ebriedad y/o bajo el efecto de estupefacientes, desciende del vehículo y se dirige hacia a un local comercial sito en la calle Sarmiento 238, donde con la aparente intención de apropiarse del dinero recaudado procede a extraer un arma de fuego calibre 38 y apunta al comerciante y, ante la resistencia de este último a que se le extraiga lo que honestamente ganó con el sudor de su frente, efectúa un disparo a quemarropa con orificio de entrada a nivel de la región xifoidea y orificio de salida de 5 centímetros de diámetro a nivel de la región lumbar, que produce en la víctima un cuadro hiperagudo de apnea, cuantiosa hemorragia, shock, desvanecimiento y decúbito dorsal estrepitoso, correspondiente con una muerte súbita asociada al ingreso de un bolo cilíndrico de aquel elemento químico y metal pesado, dúctil, maleable, blando, fusible, de color gris ligeramente azulado, cuyo símbolo químico es Pb, su número atómico 82 y su peso atómico 207 .
Calcule: a) las probabilidades de que usted hubiese sido cualquiera de esos dos individuos, b) que diremos, c) que no diremos, d) hacia donde miraremos.

martes, 3 de marzo de 2009

Cotidiana II : el niño del colectivo

Un pequeño fanfarrón de no más de tres años se agita como una anguila en los brazos de su padre. Se convulsiona sin motivo, como si buscara escapar -el muy ingrato- del trono de amor que su padre le prodiga. Siguiendo los dictados de quien sabe que elucubración de su incomprensible cabecita, detiene su loca y errante mirada sobre mi pie. Asciende su mirar por mis piernas hasta mi pecho, y luego se detiene sobre mis ojos. Incómodo, casi molesto por la inquisición y el escrutinio del serio infante, le sonrío. Me sonríe brevemente y vuelve de inmediato a la seriedad, sin dejar de mirarme. Entonces me esfuerzo en una sonrisa mas amplia, menos auténtica pero mas elocuente, una morisqueta ridícula que pretende ser graciosa, a la que el demoñito responde con indiferencia, retirando su mirada y clavándola en gesto de incógnita sobre mi novia. Ella tarda en percibirlo apenas unos segundos: ese sexto sentido o resabio evolutivo que permite percibir la mirada inquisidora de otro ubicado más allá de nuestro campo visual hace que mi novia dirija su mirada al niño, y el instinto maternal la obliga a sonreírle. Él parece darse cuenta de que nos tiene en sus manos, entonces alterna miradas exigente y pretenciosa entre mi novia y yo, forzándonos a muecas simpáticas e impostadas. De repente es rey de la escena, tirano, déspota. Recorre las butacas, ya todos lo miran, le sonríen, le prometen simpatía, le regalan notorios esfuerzos con tal de verlo reír, pero él lo hace sólo esporádicamente. Entonces se agita mas en los brazos de su padre – que desconoce que nosotros nos desvivimos por entretener a su hijo- y balbucea, entre filantes brillos de baba, un da da da que precede a un grito atávico y agudo que expresa –lo entiende, ahora, todo el pasaje- descontento con sus bufones. Me posee una incomodidad tremenda, insoportable, y muevo mis manos tratando de atraer su atención. Una vieja de un asiento individual, cuyo rostro jamás podría prometer dulzura, sonríe y mueve también su huesuda mano de afilados dedos ungulados: trata de estropear mi protagonismo. Afortunadamente, el niño la mira con desprecio. Una maestra hace chasquear sus dedos, una idiota chista al niño como si se tratase de un caballo. De repente, todos competimos por la atención del pequeño tiranuelo: un albañil esconde su cara tras sus manos y la muestra repentinamente a la voz de “acatá”. Esto arranca una risita al niñito; el albañil supone alcanzada la gloria y la fórmula, porque repite el modo hasta convertirlo en un bodrio. Tres pibas cantan para el niño una estúpida canción de la tele, lo que hace que el chofer y un ciego que está sentado adelante delaten su pertenencia a otra generación y entonen una de María Elena Walsh para taparlas. Los asientos son vitrina de mil morisquetas diversas y patéticas. Entonces una señora mayor, muy paqueta, se levanta de su asiento y suelta un bailecito ridículo, improvisado, ante la mirada atónita del niño y del resto del pasaje. Harto del espectáculo, el niño lleva su mirada a su propia manito, que ahora le parece apasionante y novedosa como para reconcentrar su atención en ella y mandarnos a todos al diablo, incluida la estúpida que baila sin gracia ni tino para él. Entonces todos la miramos en una amonestación colectiva, inculpándola. La vieja descubre su error imperdonable y baja raudamente en la parada siguiente.