jueves, 12 de marzo de 2009

El Martín Fierro con tapas de cuero

Todavía llevaba sus narinas irritadas por el amoniacal vapor del orín ovino, sorprendidas por el verde aroma de la alfalfa enfardada, cuando se le mezcló el argentinísimo humito de un regio bife de chorizo de seis centímetros de espesor: entonces Doña Virerda se sintió campo y pampa, potranca redomona galopando la historia, surcando el infinito con sus patricias crines al viento. Miró los carpinchos hechos bota, las péndulas bolas piriformes de un toro Simmental de dos dientes, la robusta solidez del acerado tractor y las hermosas tapas de cuero de la joya literaria: un Martín Fierro. Adivinó su costosa apropiación y echó una rápida mirada en su flaca billetera; tal vez la vergüenza por su medianía económica -en ese mundo de exposición rural y Palermo y caballos de polo y rostros curtidos de soles y camas solares- la conminó a comprarlo sin dubitaciones. Henchida de orgullo con la adquisición, lo llevó a su casa y le buscó asiento hegemónico en una biblioteca de la sala. Más tarde comprendió que quedaba tan bello, tan elegante y orondo, que la compañía de una Biblia de bolsillo era indigna para la prenda preciosa. Entonces quedó sólo en medio de un estante, apenas rodeado por una estatuita de barro hecha en Catamarca y un mortero en miniatura de bronce. Como un mero adorno coriáceo, el Martín Fierro de edición de lujo enmarcaba la sala de patriotismo y tradición ¡Minuciosa labor la de pasar plumeros y lustrar los muebles sin ofender al telúrico tesoro! Más de una tarde se descubrió recorriendo el lomo del titán dormido con su furtivo dedo enamorado. Soñó con él en una ocasión: ella estaba en el altar de la iglesia de la mano del libro y un elegante cardenal cubierto por una hermosa capa afiligranada los declaraba -en nombre de Dios, la Patria y la sociedad bien- marido y mujer. Entonces ella lo abría y era hermoso hasta lo divino. Se amaron acaloradamente hasta que doña Virerda despertó nadando en sudor en su cuartito de Almagro. Doña Virerda nunca leyó una página: tal vez por eso aquella tarde -años después de la compra del libro- en que el plomero vio el libro en la estantería y se quiso pasar de piola recitando que los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera, Doña Virerda pensó que estaba refiriéndose a su hermana la de Padua, con la que hacía siete años que no se hablaba (y ella sabía muy bien porque), y sin perder su elegancia –aun cuando la castigaban dura y arteramente las almorranas- despachó al mocoso por la puerta, encomendándole no meterse donde no lo llamaban e irse a cagar prontamente. Y la otra tarde, cuando uno de estos literatos zurdos que nunca faltan dijo por la tele que Martín Fierro era el gaucho pobre, vago y rebelde que resistía el asedio y la persecución del capitalismo triunfante en la estepa pampeana, a Doña Virerda le dio como un vahído, se le escapó un aflautado pedo y -entre nauseas y calores- maldijo la mala hora en que dejan entrar a esos mequetrefes a las Universidades, siendo que solo les interesa romper los huevos, joder la vida y hablar de política.

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Piedad