lunes, 19 de marzo de 2012

Lo fugaz y lo eterno

Incontables hijas de la nube,
caen las gotas
fugaces como los hombres,
mueren en el mar
que es la inmensidad donde moran todas las gotas de todos los tiempos

Pienso en el poeta que en un mar de arena
en el Magreb bermejo del ocaso ardiente
añoró como yo la inmortalidad
y abrazado a si mismo quiso hallar la verdad inasible
anudando palabras impotentes
en el desierto
que es el infinito donde se gastan todos los granos de arena de todos los tiempos

Los granos de arena, las gotas, los hombres
Vana materia pasajera con la que Dios juega
en su ociosa eternidad

lunes, 22 de agosto de 2011

Rainer y Minou

Osvaldo Bayer esperó 74 años para publicar su primera novela. El resultado es un elogio de la paciencia. Así sea la última que escriba, su condición de novelista extraordinario está jurada en “Rainer y Minou”. Historia de una mujer y un hombre resolviéndose en el presente – Berlín, 1977- mientras desmadejan el pasado que los determina. Rainer Sturm es un genial crítico de arte e importante funcionario de la industria del cine Alemán. Su padre fue nada menos que un alto jerarca de las SS, encargado de cientos de miles de ejecuciones en los campos de Autswich-Birkenau. Como todos los jóvenes alemanes en la década del 40, Rainer tiene un pasado que vincula sus años de inocencia adolescente con la locura de las Juventudes Hitleristas. Ha sido criado y adoctrinado en el culto de la muerte; ha sufrido la derrota, el escarnio y el oprobio de los campos de prisioneros en los que los aliados detuvieron a los alemanes vinculados con el régimen depuesto. Minou es una joven judía que quiere dar sus primeros pasos como directora de cine, contando la historia de su familia, judíos alemanes que atinaron a escapar del régimen naciente en Alemania durante la década del 30. Contando su historia en la forma de un film autobiográfico, visitando la Alemania que sus padres exiliados nunca dejaron de amar y a la que nunca pudieron volver, Minou busca encontrar la profundidad con su condición de judía y de víctima. Por el contrario, Rainer quiere escapar, entre discos de Schubert y poemas de Hölderlin y Von Kleist, de ese pasado demencial que no considera propio: el no es un Nazi, aunque así lo diga su sangre.

Rainer y Minou se encontrarán, no sabrán como escapar el uno del otro, finalmente, se necesitarán y se terminarán amando. Hasta que en el estreno de la ópera prima de Minou, la vida de Rainer cambiará para siempre a partir de un incidente con un periodista: él siempre será el hijo del “perro sanguinario”; siempre llevará en sus venas la sangre del asesino y en sus manos la sangre de miles de judíos asesinados por orden de su padre. Alemania le da la espalda, ese pueblo que vivó y votó y apoyó a Hitler hasta el final, exculpa su pasado señalando a los que tuvieron cargos directos en la jerarquía nazi, mientras estos acusan a sus superiores y alegan que tan solo cumplían la obediencia debida. Pero Rainer no encuentra excusas. Empieza a recorrer los antiguos libros de adoctrinamiento nazi que leyera en su infancia en paralelo con los documentos y los testimonios del horror de Autswich. Mientras Minou alivia sus tensiones con la realización del film y empieza a cerrar su historia para comenzar a ser una mujer libre, Rainer va quedando preso tanto del pasado propio como del ajeno: carga con su propio sufrimiento de Joven Nazi y con el sufrimiento de miles de niños asesinados en las cámaras de gas. Sucede la locura. Verá en Minou el rostro de todas las niñas muertas por la criminalidad Nazi; para escapar, intentará construir una fantasía relacionada con el Romanticismo Aleman decimonónico, tan anterior al horror, tan inocente y noble. La locura terminará cuando deje salir a la bestia que gime desesperada dentro de él, el lobo que quiere aullar su ansia de guerra y muerte, el íncubo que el régimen dejó anidado perennemente en su pecho. Acabará por abandonarse y ser abandonado.

domingo, 1 de mayo de 2011

Sábato

La primera vez que lo tuve cerca a Ernesto Sábato fue en la feria del libro de 1999. En aquel tiempo yo me dedicaba a la compra compulsiva de casi todo libro que se me cruzara, dilapidando en librerías mi escueto presupuesto de estudiante. En la feria me sentía como un jugador en Las Vegas, reventando la guita sin culpa ni medida. Entre mis favoritos –me llevaba como 15 títulos- figuraban unas ediciones ultra populares de clásicos de la literatura que largaba el diario Crónica (siempre junto al pueblo) que valían 1 peso (one american dollar). Una ganga: por un dólar tenías a Gogol, a Becker, a Mark Twain o a José Hernández. Ya no se ve semejante demagogia editorial. También había comprado los “Diálogos Borges-Sábato”, compilados por quien entonces era para mí un ignoto intermediario absolutamente prescindible: Orlando Barone. En estos tiempos, en que Barone hace política de cada palabra, alguien podría sorprenderse ante la imagen de aquel Barone juvenil, que en pleno 1974 se dedicaba a propiciar debates metafísicos entre dos escritores que, en el mejor de los casos, desconocían rotundamente la complejidad política de aquel dramático momento de nuestra historia. Yo tenía cierta idea de que el “Diálogos” no era un libro del gusto de Sábato. No se de donde lo había sacado. Tal vez por eso, cuando por el altoparlante anunciaron que Ernesto Sábato iba a estar firmando ejemplares, me dio un no-se-qué llegarme hasta la mesita con ese librito. Por otro lado, nunca iba a ser posible completar con la firma de Borges, así que quedaría incompleto. Acaso todo eso fue apenas la excusa que yo necesitaba encontrar para comprarme otro libro, en este caso, “Abaddón el exterminador”, la única novela de Sábato que me faltaba leer para completar esa suerte de caprichosa trilogía. Me fui derecho al stand de Seix-Barral y compré la carísima edición de blandas tapas negras que había decidido que llevara la rúbrica perenne de su autor. Inmediatamente me fui hacia la cola, que entonces se extendía lo suficiente para que la figura de Sábato apareciera lejanísima. Esperé horas, avanzando lentamente, festejando cada paso, hasta llegar a ubicarme a escasos metros del escritor: tan solo se interponían entre su lapicera y mi ejemplar unas cuatro personas. Yo volaba de nervios y rogaba no quedarme sin palabras cuando lo tuviera enfrente. También me apercibía anticipadamente de cholulismos indignos, como abrazos o besos; tampoco habría fotografía. Y mientras yo pensaba en que decirle y que no decirle, Sábato cometió la crueldad más grande que se le conozca: desde la protuberancia de su frente convexa, tras el grueso marco de sus lentes culo de botella, sentenció: -No firmo más libros, estoy cansado… son los años… bla bla bla. La respuesta de los desairados no se hizo esperar: hubo rebuznos, quejas, hasta insultos: hijo de puta, zorete, gritaron algunos un tanto exaltados. Yo no. Me quedé en silencio, abrazando mi “Abaddón”, pésimo negocio de 70 dólares americanos botados a las arcas de Seix Barral (después “La Nación” lo sacó por 10 mangos). Alguien preguntó: ¿Cuándo vuelve? -Este año ya no- devolvió Sábato. ¿Y el año que viene? Tampoco, porque voy a estar muerto- se despachó el vejete. Y se fue por una puerta que parecía haber sido puesta allí especialmente para ese tipo de fugas urgentes.

Si alguien anunció su muerte con insistencia obsesiva, fue Sábato. El mejor ejemplo de que aquello de que vivir la vida con optimismo y alegría asegura mayor longevidad es pura zanata para los giles y los optimistas medrosos de la muerte. No hubo un neurótico más mala onda que Sábato. Según decía, todos los días le parecían propicios para morirse. Y tiró 99 años con ese verso. Con una literatura oscura, desgarrada, fatalista, siempre hizo que su esperanza, por pequeña que fuera, brillara fuertemente por contraste. Y con eso se convirtió –curiosamente- en best seller. Fue tan taquillero, que hasta tuvo el tino de morirse en plena época de la feria del libro. Ahora mismo, las editoriales deben estar facturando tupido.

La segunda vez que lo vi fue en La Plata. La Universidad de La Plata le rendía un homenaje y fui a presenciarlo. Al llegar, lo estaban esperando los militantes de “HIJOS”, para recordarle sus funestas palabras de Mayo 1976, cuando, junto a Jorge Luis Borges, fueron a darle apoyo a la entonces joven dictadura de Videla, en el momento en que más crudo y masivo era el proceso represivo: "Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno” , se desbocó Sábato. Un afiche de HIJOS, pintado a mano, recordaba otra declaración: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”. Cuando se recuerdan estas cosas, junto con la militancia de Sábato en pro de la Revolución Libertadora (1955), cuesta entender porque todavía se lo recuerda como “un adalid de la democracia”. Integró la CONADEP, junto con personajes de rancio corte reaccionario, como Magdalena Ruiz Guiñazú, Gregorio Klimovsky y René Favaloro, todos ex apologetas de la dictadura, supuestamente arrepentidos por su proceder pasado, acaso escandalizados por su yerro y ansiosos por lavar su imagen. A Sábato le debemos la -afortunadamente cada vez menos vigente- teoría de los dos demonios, que equiparaba los crímenes del terrorismo estatal con los delitos de la guerrilla. (Dicen que Cortázar, recientemente llegado a la Argentina, , anhelaba ocupar aquel cargo que tuvo Sábato. A Alfonsín debió parecerle demasiado riesgoso poner a un escritor que había denunciado los delitos de la dictadura por todo el mundo mientras él y sus próceres democráticos hablaban de la gesta purificadora de Videla y compañía. Cortázar había donado a los presos políticos argentinos, mayoritariamente guerrilleros, todo lo recaudado por la venta de “El Libro de Manuel”, había rescatado la figura de las madres de la plaza de mayo del escarnio al que querían someterla los militares y por esos días militaba a favor de los revolucionarios Sandinistas que luchaban contra los contras de Reagan. Con Cortázar no hubiera habido dos demonios. Por suerte se murió antes del informe final de la CONADEP).

“El hombre sensible de la Libertadora”, como lo bautizó Feinmann, no llegó a los 100 años. Fue un antiperonista culposo, que publicó “El otro rostro del peronismo” luego de haber ayudado a su derrocamiento. Sin embargo, jamás fue censurado por el peronismo. Por el contrario: su primer libro es de 1945, su primera novela, de 1948.

Por estos días, una artista “descamisada” avanza para cumplir la centena que Ernesto no alcanzó: Nelly Omar, la eterna enamorada de Homero Manzi. Ella tuvo menos suerte que Sábato: la libertadora (que Sábato y tantos otros intelectuales apoyaron) la condenó al ostracismo, y la censura la borró de la escena por décadas.

Leí casi todos sus libros, la mayoría con mucho gusto y pasión. Sábato es un pedazo de mi más tierna juventud. Es un atado de puchos consumiéndose velozmente junto con las páginas de “El túnel”, ese cuento largo o novela corta en el cual un ciego llamado “Allende” hace de memorable cornudo. Son los días en que imaginaba a Alejandra Vidal Olmos con el rostro de la piba que amaba. Es, incluso, la decepción que me poseyó cuando terminé de leer ese bodrio senil lleno de lugares comunes que se llamó “La resistencia” , en el cual Sábato se disfrazó de Marcos Aguinis.

Entre el homenaje lleno de hipocresía y el denuesto a destiempo, me quedo con esos libros de tapa y contenido oscuros, que acaso tengan mucho que ver con la persona que ahora mismo soy.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El exorcismo

Noche de un domingo caluroso. Una noche propicia para el silencio y los grillos, que sin embargo es invadida por una voz. No una voz mística; una voz de locutor, una entonación parecida a la de un relator de fútbol: un pastor evangélico, o de alguna religión similar, propalando sus fórmulas. Esas que conozco tan solo por la televisión. Habla por un micrófono y unos parlantes reproducen claramente esa voz que, deliberadamente, llega hasta todas las casas del barrio. No puedo saber de donde viene, pero no puede ser muy lejos. Repite cada treinta segundos “Dios los bendiga” o “Alabado seas”. Imagino que lo deben estar escuchando una centena de tipos, sentados en sillas plásticas, atrapados por ese discurso fanático, emocionante, vibrante. -Alabado seas, señor- vocifera, y yo, que escucho todo desde una reposera en la vereda, imagino a cientos de tipos repitiendo, alabando al señor con toda su alma, y al Señor aplaudiendo con las manos alzadas, en gratitud a esos fieles, como Maradona cuando se iba de la cancha ovacionado por la doce. De repente, la voz anuncia lo inimaginable: un exorcismo de cuerpo presente. Me enderezo sorprendido sobre mi asiento y me doy cuenta de que voy a escuchar una suerte de relato radial de un exorcismo. Hay unos preámbulos que no vienen al caso, hasta que finalmente el futuro exorcizado – en adelante: el poseído- sube, imagino, al escenario y empieza a recibir los pases del pastor. El pastor empieza con una oración. Conmina a sus seguidores a repetir al unísono con él. Mucho Jesús de Nazaret, mucho espíritu santo, hasta que súbitamente ladra: ¡Fuera Satanás! Literalmente: ladra. O gruñe. Suena a ladrido de caniche enojado: -¡Fuera!- No puedo evitar cierto estremecimiento -¡Fuera Satanás, no te queremos!- Y yo imagino a Satanás saliendo, furioso, tal vez a medio vestir, de un cuerpo, a menos de cinco cuadras de mi casa. Busco refugio en el porche, no sea cosa que ese Satanás desalojado, en estos tiempos de ocupaciones intempestivas, me elija como nuevo alojamiento tan solo por estar curioseando al fresco en la vereda. El pastor repite cosas que –ahora desde el porche y con la puerta cerrada- no alcanzo a entender, que siempre terminan con “Jesús de Nazaret”. Me parece una obviedad: aunque hay muchos Jesuses –Dátolo, por ejemplo- está claro que en trances como ese se convoca al oriundo de Belén pero radicado en Nazaret. Y aparentemente el crédito de Nazaret se impone en la batalla interna del poseído. La voz alcanza un clímax, los ladridos van dejando lugar a una entonación más calma, casi canchera, sobradora: Satanás aparentemente raja, molesto por el escrache público realizado en la puerta de su embute privado.

Ahora van por otra cosa: un tipo cuenta un accidente, una lesión en la columna. Los médicos auguraban pronósticos funestos. No es necesario que explique quien acertó la terapéutica: el tal Jesús, el Nazareno. El pastor reclama: - ¡Fuerte ese aplauso!- pero desde casa el aplauso no se escucha. Desapruebo la organización del evento: después de un exorcismo, un milagro traumatológico de segundo orden sabe a muy poco; el show debió cerrarse con la fuga de Satanás. Desde casa, solo me queda imaginar: la pasión exaltada, las manos unidas, las almas hermanadas, alguno con los ojos cerrados entonando a boca llena una alabanza, un salmo o una cumbia religiosa. Debe ser una experiencia religiosa, como dijo Enrique –casualmente- Iglesias. Pienso que ahí, a cuatro cuadras de mi casa, en esos espíritus que arden de amor y veneración ante el ungido, debe estar la verdadera iglesia, la que no tiene nada que ver con Enrique ni con esos templos fríos y oscuros, solemnes y llenos de imágenes mortuorias que me toca visitar, muy de tanto en tanto, para algún casamiento o comunión. Ahí, en esos tipos que se hacen propiamente rebaño, gregaria oveja entregada mansamente a la conducción omnisapiente del pastor, ahí debe estar la iglesia, en esas cumbias que hacen alegría popular la adoración y el credo, en la fe ciega, en la elección de tener una fe absolutamente ciega. No en esas ceremonias en las que se entona el padre nuestro a media voz, en que los curas miran el reloj porque vienen atrasados y todavía le quedan siete casamientos por delante, en esos tipos que te cobran diferente según la cantidad de temas que te pongan o si se decide acompañamiento de órgano. No: eso no puede ser la iglesia de Cristo, o yo leí todo mal. En esos templos céntricos, que comparten manzana con la municipalidad y el banco, no está. Es más probable que esté ahí, donde pisan esos rostros cobrizos, en esas catacumbas invisibles sepultadas por la indiferencia o la discriminación, por el desprecio racista o de clase, que se escandaliza porque a esa gente –dicen- les roban el dinero los pastores, que le exigen diezmo de sus míseros presupuestos personales para sostener la iglesia. Es probable. La iglesia oficial, la “bien”, recibe fondos de ese gran feligrés que es el Estado. Pero eso no se dice, más pertinente es escandalizarse por esos pobres miserables que entregan sus monedas a la iglesia extraoficial ¡Ah, la modernidad! La gran batalla perdida de la Iglesia Católica. Qué lindos, rectos, naturales, debieron ser los tiempos del medioevo, cuando los feligreses lo daban todo por temor a la furia de Dios o al hierro bermejo y ardiente de la inquisición. Ahora la gente dedica apenas la inútil mañana ociosa del domingo a su fe. Viejos que no pueden dormir hasta las 11 por molestias en la próstata gastan el tiempo en una breve misa. Ahora la gente no quiere poner un mango. Consagra a Dios su vida, pero jamás su billetera. Los pobres miserables si, son capaces – sabiamente- de dar hasta el último penique con tal de asegurarse un plácido descanso eterno en los prados celestiales del Señor. Si, la modernidad fue la gran batalla perdida de la Iglesia. Al menos zafaron del comunismo ateo. Al fin y al cabo, resignando algunas nimiedades, con el capitalismo se pudo finalmente hacer una beneficiosa sociedad: la sociedad occidental y cristiana abrevó tanto de los evangelios como de Milton Friedman. Quien sabe, en el futuro, así como aceptaron el liberalismo y la razón y hasta la ciencia, puedan casar a dos homosexuales. Tal vez medien ante Dios por algún divorcio, para que Él separe lo que Él unió. Quizás en unos 20 o 30 años le den la extremaunción a cilíndricas blástulas, moruladas mórulas o milimétricos fetos en el momento de un aborto. Todo es negociable con tal de perdurar y facturar.

La prédica del pastor termina con aplausos, que ahora si escucho. Imagino la desconcentración feliz, alegre, de mil espíritus repletos de fe que volverán a sus humildes casas. No creo que Satanás tarde mucho en pescar a alguno de estos inocentes mientras esperan el colectivo: en algún alma Luzbel pasará esta noche, porque no acostumbra dormir a la intemperie.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Crímenes, Procesos y Castigos

Dos libros, separados en mi vida por más de quince años. De uno, he olvidado la mayor parte de sus hechos y acaso recuerdo tan solo lo insustancial; el otro, lo terminé de leer recientemente. Los dos refieren la locura, la ansiedad del perseguido, la opresión del hombre ante la ley. Uno, definido de psicológico; el otro, netamente onírico.

Rodion Romanovich Raskolnikov decide asesinar a una vieja usurera de riqueza ofensiva. Lo hace convencido de que tal crimen no representa una merma para la humanidad: la vieja es un ser deleznable que nada en el dinero y él un hombre superlativo que tiene derecho al crimen y a la absolución. Su condición de superhombre lo vuelve ajeno a las tropelías punitivas.

Joseph K… despierta una mañana en la habitación de su pensión y descubre que esta vez no es cucaracha si no procesado. Burócratas insolentes lo juzgan sin explicaciones. Le anticipan su desgracia sin darle detalles ni justificativos, ya que eso pertenece a entidades superiores ajenas e inescrutables.

Rodion transcurre sus días entre temores y paranoia: teme menos la delación que arrostrar el remordimiento de su propia culpa. Intenta justificarse a si mismo los hechos, mientras esconde a los demás su culpabilidad. Josep K… se ve involucrado en su proceso por la fuerza de agentes externos: la vergüenza de su familia ante el proceso es más fuerte que su propio interés en el asunto. El uno se sabe culpable, pero a la vez se convence de ser inocente, el otro no puede asegurar ser ni una cosa ni la otra.

Ambos conocen el castigo antes de que se concrete la sentencia: Rodion escapa frenéticamente, Joseph se entrega sin más resistencia que su incertidumbre.

Los dos reciben finalmente una sentencia completamente prescindible.

domingo, 17 de octubre de 2010

Los sueños de Juan Díaz

Después de un almuerzo brutal de bifes, huevos fritos, flan con crema y vino tinto, sin tan siquiera un café que compensara lo soporífero de semejante sobrecarga alimenticia, a Juan Díaz le fue entrando una modorra inexpugnable. Pagó, dejó una modesta propina proletaria, y se fue caminando a la pensión, mascando un escarbadientes, barruntando las desventajas de no tener un auto y maldiciendo sin mucho entusiasmo a los médicos que aconsejaban la caminata después de las comidas como una fórmula salutífera. Al llegar a su pieza, se dejó caer como una inerte bolsa de huesos sobre la cama de sábanas revueltas y se durmió rápidamente, con un último pensamiento acerca de lo pertinente que hubiese sido lavarse los dientes. Ya profundamente dormido, se soñó echado sobre la hierba de un parque, donde unos pibes pateaban una pelota entre gritos entusiastas y reclamos airados por un gol no sancionado. Paulatinamente, los sonidos en el sueño se fueron haciendo confusos, apagándose lentamente, hasta desaparecer. El Juan Díaz que soñaba Juan Díaz se quedó dormido; lo que es lo mismo: Juan soñó que se dormía. Y en ese sueño dentro del sueño, soñó que estaba en un cine, viendo una película donde unos simios llenos de lascivia corrían a una mujer desnuda. Pero fue poco lo que vio, porque volvió a dormirse, justo cuando un mono –que era Juan, pero esto es accesorio en esta historia- se detenía en un teléfono público para hacer una llamada.

La conciencia siempre se filtra en los sueños; aún en el sueño más absurdo, hay un rescate racional que nos dice que el disparate en curso es imposible: Juan supo que soñar que se dormía y soñaba que se dormía y soñaba, era algo inaudito. Pero entonces ya se perdía en un nuevo sueño, en el cual, sin demasiadas vueltas, se dormía de nuevo, aparentemente, en un colectivo. Y soñaba: esta vez con una verdulería donde se vendían perros de verde achicoria, pero allí mismo –entre los cajones de madera cargados con perritos caniche de achicoria y puerro- se dormía de nuevo. Ahora para soñar que –directamente- se dormía y soñaba que se dormía y, en fin: como un espejo enfrentado con otro, cada sueño memoraba vigilias breves y variadas donde el sopor ganaba indefectiblemente y sobrevenía un nuevo sueño. Imposible saber cuantas veces soñó Juan que se dormía, lo cierto es que, de un momento a otro, pareció despertar.

Es necesario hacer esta descripción tediosa de aquella siesta de Juan, porque fue el hecho capital que alteró su vida hasta el final. Un bife y un huevo frito y un flan no son nada especial en la vida de un hombre; no es nada importante el vino tinto, pero cuando anteceden a una vivencia tan confusa y extraordinaria, merecen -al menos- la sospecha: cuando despertó, Juan decidió inmediatamente convertirse al vegetarianismo y a una vida estrictamente abstemia, al menos en lo referente al vino tinto. Estaba transpirado: la conciencia, ofendida en su racionalidad lineal y luminosa, había estado trabajando su cuerpo, escandalizada por esos arrebatos oníricos inconcebibles. Se levantó de la cama confundido y tensionado. Miró alrededor, estupefacto, incrédulo. Estúpidamente, se pellizcó el antebrazo, que es donde se pellizca la gente que sospecha estar soñando. Salió de la pieza ensimismado, sin siquiera saludar a doña Algañaraz, que fregaba los pisos de la recepción con un solvente pestilente y ofensivo. Ganó la calle. Desabrigado, tuvo frío en esa tarde noche de septiembre, pero no dejó de caminar por varias horas, vagando sin rumbo por avenidas desconocidas ¿Aquello que vivía -ese colectivo que cruzaba la bocacalle, esos pibes que jugaban a las figuritas, ese jacarandá que se mecía suavemente por el viento, ese viejo que mateaba en la vereda, ese olor a puchero que salía de una ventana, ese ciego que esperaba un alma compasiva que lo cruzara a la otra vereda- eran la vigilia real y concreta, material y efectiva, o la ficción de un sueño esperando fenecer al llamado del despertar, apenas una quimera dentro de un sueño, de otros sueños? Atemorizado, pasó dos angustiosos días sin claudicar ante los aprontes del cansancio que lo conminaba a dormirse nuevamente, hasta que su resistencia cayó vencida en un sofá de la casa de su madre. Cuando despertó, tampoco supo si seguía soñando.

Aturdido por el trance, pergeñó una huida al Tíbet, pero lo magro de su presupuesto apenas alcanzó para costear un viaje a Goya, Corrientes, adonde viajó con la convicción – o la esperanza- de que el contacto con la naturaleza despejaría sus dudas. De más está decir que fue un vano trajín, pero el clima correntino le vino bien a sus huesos friolentos y decidió quedarse, sin dar demasiadas explicaciones a sus amigos y parientes que lo reclamaban en Buenos Aires. Allí vivió hasta el final, con escasos instantes memorables y sin alcanzar a despejar la duda que lo aquejaba desde aquella siesta fatídica. Una tarde besó dos labios suaves como pétalo de rosa en una joven hermosa como la niñez. Otra, jugó un picado memorable, lleno de goles y lujos, donde ganó palmadas y felicitaciones, haciendo un gol de rabona. Una noche bailó chamamé exquisitamente, hasta caer exhausto, convencido de que los sueños y el baile están emparentados por ser distintas formas del trance. Cazó un tapir y luego tuvo pena, se quebró un brazo y fue enyesado. En cada uno de estos hechos modestamente extraordinarios, creyó adivinar que finalmente soñaba y que faltaba poco para despertar, aunque la monotonía de días ulteriores se encargaba de dar por tierra con sus esperanzas.

Una noche cualquiera, a los 44 años, Juan sintió un dolor punzante en el pecho y supo que se moría. Se arrodilló en la cocina y buscó apoyo en la heladera. Con la vista nublada, miró aquel mundo que se iba. Añoró intensamente, llena su alma con una última esperanza, que aquello fuera apenas un remedo alucinado de la muerte. Que tras el dolor y el apagarse, sobreviniera la pieza húmeda y calurosa de la pensión de Buenos Aires, para volver a comenzar la vigilia, o algún otro sueño en la cadena ascendente hacia el despertar. Juan quiso que los roles se invirtieran y que la muerte -hermana del sueño- fuera tan solo el preludio del despertar. Lo enterraron al día siguiente, sin velorios ni aspavientos. Su cuerpo descansa en Goya; quien sabe si aun no añora despertar.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Sueño

Si un hombre se duerme y sueña que se duerme, y en el sueño de ese sueño, sueña que se duerme, y en el sueño del sueño en el que sueña que duerme, vuelve a soñar que duerme... ¿Qué podrá decir, ese hombre, que ha soñado?