La primera vez que lo tuve cerca a Ernesto Sábato fue en la feria del libro de 1999. En aquel tiempo yo me dedicaba a la compra compulsiva de casi todo libro que se me cruzara, dilapidando en librerías mi escueto presupuesto de estudiante. En la feria me sentía como un jugador en Las Vegas, reventando la guita sin culpa ni medida. Entre mis favoritos –me llevaba como 15 títulos- figuraban unas ediciones ultra populares de clásicos de la literatura que largaba el diario Crónica (siempre junto al pueblo) que valían 1 peso (one american dollar). Una ganga: por un dólar tenías a Gogol, a Becker, a Mark Twain o a José Hernández. Ya no se ve semejante demagogia editorial. También había comprado los “Diálogos Borges-Sábato”, compilados por quien entonces era para mí un ignoto intermediario absolutamente prescindible: Orlando Barone. En estos tiempos, en que Barone hace política de cada palabra, alguien podría sorprenderse ante la imagen de aquel Barone juvenil, que en pleno 1974 se dedicaba a propiciar debates metafísicos entre dos escritores que, en el mejor de los casos, desconocían rotundamente la complejidad política de aquel dramático momento de nuestra historia. Yo tenía cierta idea de que el “Diálogos” no era un libro del gusto de Sábato. No se de donde lo había sacado. Tal vez por eso, cuando por el altoparlante anunciaron que Ernesto Sábato iba a estar firmando ejemplares, me dio un no-se-qué llegarme hasta la mesita con ese librito. Por otro lado, nunca iba a ser posible completar con la firma de Borges, así que quedaría incompleto. Acaso todo eso fue apenas la excusa que yo necesitaba encontrar para comprarme otro libro, en este caso, “Abaddón el exterminador”, la única novela de Sábato que me faltaba leer para completar esa suerte de caprichosa trilogía. Me fui derecho al stand de Seix-Barral y compré la carísima edición de blandas tapas negras que había decidido que llevara la rúbrica perenne de su autor. Inmediatamente me fui hacia la cola, que entonces se extendía lo suficiente para que la figura de Sábato apareciera lejanísima. Esperé horas, avanzando lentamente, festejando cada paso, hasta llegar a ubicarme a escasos metros del escritor: tan solo se interponían entre su lapicera y mi ejemplar unas cuatro personas. Yo volaba de nervios y rogaba no quedarme sin palabras cuando lo tuviera enfrente. También me apercibía anticipadamente de cholulismos indignos, como abrazos o besos; tampoco habría fotografía. Y mientras yo pensaba en que decirle y que no decirle, Sábato cometió la crueldad más grande que se le conozca: desde la protuberancia de su frente convexa, tras el grueso marco de sus lentes culo de botella, sentenció: -No firmo más libros, estoy cansado… son los años… bla bla bla. La respuesta de los desairados no se hizo esperar: hubo rebuznos, quejas, hasta insultos: hijo de puta, zorete, gritaron algunos un tanto exaltados. Yo no. Me quedé en silencio, abrazando mi “Abaddón”, pésimo negocio de 70 dólares americanos botados a las arcas de Seix Barral (después “La Nación” lo sacó por 10 mangos). Alguien preguntó: ¿Cuándo vuelve? -Este año ya no- devolvió Sábato. ¿Y el año que viene? Tampoco, porque voy a estar muerto- se despachó el vejete. Y se fue por una puerta que parecía haber sido puesta allí especialmente para ese tipo de fugas urgentes.
Si alguien anunció su muerte con insistencia obsesiva, fue Sábato. El mejor ejemplo de que aquello de que vivir la vida con optimismo y alegría asegura mayor longevidad es pura zanata para los giles y los optimistas medrosos de la muerte. No hubo un neurótico más mala onda que Sábato. Según decía, todos los días le parecían propicios para morirse. Y tiró 99 años con ese verso. Con una literatura oscura, desgarrada, fatalista, siempre hizo que su esperanza, por pequeña que fuera, brillara fuertemente por contraste. Y con eso se convirtió –curiosamente- en best seller. Fue tan taquillero, que hasta tuvo el tino de morirse en plena época de la feria del libro. Ahora mismo, las editoriales deben estar facturando tupido.
La segunda vez que lo vi fue en La Plata. La Universidad de La Plata le rendía un homenaje y fui a presenciarlo. Al llegar, lo estaban esperando los militantes de “HIJOS”, para recordarle sus funestas palabras de Mayo 1976, cuando, junto a Jorge Luis Borges, fueron a darle apoyo a la entonces joven dictadura de Videla, en el momento en que más crudo y masivo era el proceso represivo: "Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno” , se desbocó Sábato. Un afiche de HIJOS, pintado a mano, recordaba otra declaración: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”. Cuando se recuerdan estas cosas, junto con la militancia de Sábato en pro de la Revolución Libertadora (1955), cuesta entender porque todavía se lo recuerda como “un adalid de la democracia”. Integró la CONADEP, junto con personajes de rancio corte reaccionario, como Magdalena Ruiz Guiñazú, Gregorio Klimovsky y René Favaloro, todos ex apologetas de la dictadura, supuestamente arrepentidos por su proceder pasado, acaso escandalizados por su yerro y ansiosos por lavar su imagen. A Sábato le debemos la -afortunadamente cada vez menos vigente- teoría de los dos demonios, que equiparaba los crímenes del terrorismo estatal con los delitos de la guerrilla. (Dicen que Cortázar, recientemente llegado a la Argentina, , anhelaba ocupar aquel cargo que tuvo Sábato. A Alfonsín debió parecerle demasiado riesgoso poner a un escritor que había denunciado los delitos de la dictadura por todo el mundo mientras él y sus próceres democráticos hablaban de la gesta purificadora de Videla y compañía. Cortázar había donado a los presos políticos argentinos, mayoritariamente guerrilleros, todo lo recaudado por la venta de “El Libro de Manuel”, había rescatado la figura de las madres de la plaza de mayo del escarnio al que querían someterla los militares y por esos días militaba a favor de los revolucionarios Sandinistas que luchaban contra los contras de Reagan. Con Cortázar no hubiera habido dos demonios. Por suerte se murió antes del informe final de la CONADEP).
“El hombre sensible de la Libertadora”, como lo bautizó Feinmann, no llegó a los 100 años. Fue un antiperonista culposo, que publicó “El otro rostro del peronismo” luego de haber ayudado a su derrocamiento. Sin embargo, jamás fue censurado por el peronismo. Por el contrario: su primer libro es de 1945, su primera novela, de 1948.
Por estos días, una artista “descamisada” avanza para cumplir la centena que Ernesto no alcanzó: Nelly Omar, la eterna enamorada de Homero Manzi. Ella tuvo menos suerte que Sábato: la libertadora (que Sábato y tantos otros intelectuales apoyaron) la condenó al ostracismo, y la censura la borró de la escena por décadas.
Leí casi todos sus libros, la mayoría con mucho gusto y pasión. Sábato es un pedazo de mi más tierna juventud. Es un atado de puchos consumiéndose velozmente junto con las páginas de “El túnel”, ese cuento largo o novela corta en el cual un ciego llamado “Allende” hace de memorable cornudo. Son los días en que imaginaba a Alejandra Vidal Olmos con el rostro de la piba que amaba. Es, incluso, la decepción que me poseyó cuando terminé de leer ese bodrio senil lleno de lugares comunes que se llamó “La resistencia” , en el cual Sábato se disfrazó de Marcos Aguinis.
Entre el homenaje lleno de hipocresía y el denuesto a destiempo, me quedo con esos libros de tapa y contenido oscuros, que acaso tengan mucho que ver con la persona que ahora mismo soy.
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Piedad