martes, 22 de diciembre de 2009

Curadores

¡Atrás, miopes embelesado por la mustia luz de la razón! No me refiero a sus curas con materiales y métodos, a sus remedios molecularmente cimentados, con sus mecanismos de acción pulcramente establecidos. Me refiero a la cura esencial, a la que no apela a la vanidad de denominarse medicina.

Cura y punto: de empacho, de mal de ojo, de envidia; entidades que en si mismas son la totalidad del mal posible. ¡Un tipo se retuerce de dolor en una cama y una vieja desesperada sale como tromba a llamar a su vecina – otra vieja descangayada- para que le cure el empacho! ¡A la mierda con la ciencia!

Es natural: la enfermedad es el mal –mefisto- hecho corporalidad y lo que Dios manda es no achicársele y chumbarle un real envido, a ver si es tan cocorito. Si remite, está curado, y a rezarle un bendito agradecido a la patrona. Si no, es que el mal ha ganado en su ley la partida: es un mal muy pesado. No quedan esperanzas. A lo sumo, ir por el médico o alguna de esas cosas de improbable eficacia. Seguir rezando.

martes, 8 de diciembre de 2009

No hay derecho

El hallazgo de una moneda antigua ha dado pie para que desaforados cientificistas den rienda suelta a su malevolencia destructiva y arremetan contra nuestro sagrado imaginario. Parece, según consta en las caras de una moneda acuñada en el año 32 antes de cristo, que ni la idealizada Cleopatra habría sido dueña de la belleza narcotizante y enloquecedora que subyugó a dos de los hombres más poderosos del mundo antiguo, ni el valiente y temerario Marco Antonio el prototipo del hombre recio y cautivante fogueado por mil esfuerzos y dueño de una estampa que por si sola bastaba para que cualquier bárbaro galo o cualquier centurión bravío dudase de su masculinidad a su sola presencia, según declaman estos afiebrados adoradores de la revelación numismática.
Hay en esta novedosa aseveración – del todo endeble e irrelevante- un improperio difícilmente tolerable contra uno de los mitos del pasado. Solo faltaría que nos enterásemos, por la gracia de algún otro objeto enterrado, que en realidad la pareja no se amaba en lo más mínimo, que casi no se hablaba y que se frecuentaba solo para frías cuestiones de naturaleza política, sepultando la fantasía de que fue el fuego de las pasiones desbocadas la que los condujo a la derrota en manos de Augusto y a la muerte. La historia de un Marco Antonio abandonando la batalla para seguir a su amada en fuga, relegando su cuantioso poder a la felicidad de su amor calenturiento, sería una falsedad para estos fustigadores de mitos. Solo les falta encontrar algún objetito intrascendente para endilgar veracidad científica a sus pretensiones demoledoras.
La situación equivale a encontrar un manuscrito mínimo que mostrara a Sócrates rascándose el mate y escabiando, para luego aseverar que en realidad se trataba de un charlatán ebrio con afanes irritantes, que incomodaba gratuitamente a los pobres transeúntes con su verba etílica acerca de cuestiones intrascendentes, siguiéndolos como un moscardón por las calles, con charlatanerías vacuas, para finalmente espetarles una cargada por la magra labor de su luchador favorito en los recientes juegos o un reconocimiento soez sobre la voluptuosidad de caderas de sus hermanas o esposas. En este plan, Platón habría sido un esforzado propagandista de la posteridad Socrática. También podrían decirnos que Carlo Magno fue en realidad un cobarde sin aristas notorias o Helena una chueca sin gracia y de breve dentadura.
No hay derecho ni necesidad de arremeter contra Marco Antonio y Cleopatra. Al fin y al cabo, su amor ardiente es probablemente su herencia histórica más loable. La casa de Tucumán sería difícilmente identificada si nos basamos en lo que las monedas de cincuenta centavos nos muestran; San Martín se parecería a alguno de los retratos que lo inmortalizaron, pero entonces no se parecería a la mayoría de ellos. Una moneda no alcanza para justificar semejante escándalo por un asunto que es, además, indiscutible: Marco Antonio y Cleopatra se amaron apasionadamente, y se suicidaron por amor, como Shakespeare lo quiso.