Noche de un domingo caluroso. Una noche propicia para el silencio y los grillos, que sin embargo es invadida por una voz. No una voz mística; una voz de locutor, una entonación parecida a la de un relator de fútbol: un pastor evangélico, o de alguna religión similar, propalando sus fórmulas. Esas que conozco tan solo por la televisión. Habla por un micrófono y unos parlantes reproducen claramente esa voz que, deliberadamente, llega hasta todas las casas del barrio. No puedo saber de donde viene, pero no puede ser muy lejos. Repite cada treinta segundos “Dios los bendiga” o “Alabado seas”. Imagino que lo deben estar escuchando una centena de tipos, sentados en sillas plásticas, atrapados por ese discurso fanático, emocionante, vibrante. -Alabado seas, señor- vocifera, y yo, que escucho todo desde una reposera en la vereda, imagino a cientos de tipos repitiendo, alabando al señor con toda su alma, y al Señor aplaudiendo con las manos alzadas, en gratitud a esos fieles, como Maradona cuando se iba de la cancha ovacionado por la doce. De repente, la voz anuncia lo inimaginable: un exorcismo de cuerpo presente. Me enderezo sorprendido sobre mi asiento y me doy cuenta de que voy a escuchar una suerte de relato radial de un exorcismo. Hay unos preámbulos que no vienen al caso, hasta que finalmente el futuro exorcizado – en adelante: el poseído- sube, imagino, al escenario y empieza a recibir los pases del pastor. El pastor empieza con una oración. Conmina a sus seguidores a repetir al unísono con él. Mucho Jesús de Nazaret, mucho espíritu santo, hasta que súbitamente ladra: ¡Fuera Satanás! Literalmente: ladra. O gruñe. Suena a ladrido de caniche enojado: -¡Fuera!- No puedo evitar cierto estremecimiento -¡Fuera Satanás, no te queremos!- Y yo imagino a Satanás saliendo, furioso, tal vez a medio vestir, de un cuerpo, a menos de cinco cuadras de mi casa. Busco refugio en el porche, no sea cosa que ese Satanás desalojado, en estos tiempos de ocupaciones intempestivas, me elija como nuevo alojamiento tan solo por estar curioseando al fresco en la vereda. El pastor repite cosas que –ahora desde el porche y con la puerta cerrada- no alcanzo a entender, que siempre terminan con “Jesús de Nazaret”. Me parece una obviedad: aunque hay muchos Jesuses –Dátolo, por ejemplo- está claro que en trances como ese se convoca al oriundo de Belén pero radicado en Nazaret. Y aparentemente el crédito de Nazaret se impone en la batalla interna del poseído. La voz alcanza un clímax, los ladridos van dejando lugar a una entonación más calma, casi canchera, sobradora: Satanás aparentemente raja, molesto por el escrache público realizado en la puerta de su embute privado.
Ahora van por otra cosa: un tipo cuenta un accidente, una lesión en la columna. Los médicos auguraban pronósticos funestos. No es necesario que explique quien acertó la terapéutica: el tal Jesús, el Nazareno. El pastor reclama: - ¡Fuerte ese aplauso!- pero desde casa el aplauso no se escucha. Desapruebo la organización del evento: después de un exorcismo, un milagro traumatológico de segundo orden sabe a muy poco; el show debió cerrarse con la fuga de Satanás. Desde casa, solo me queda imaginar: la pasión exaltada, las manos unidas, las almas hermanadas, alguno con los ojos cerrados entonando a boca llena una alabanza, un salmo o una cumbia religiosa. Debe ser una experiencia religiosa, como dijo Enrique –casualmente- Iglesias. Pienso que ahí, a cuatro cuadras de mi casa, en esos espíritus que arden de amor y veneración ante el ungido, debe estar la verdadera iglesia, la que no tiene nada que ver con Enrique ni con esos templos fríos y oscuros, solemnes y llenos de imágenes mortuorias que me toca visitar, muy de tanto en tanto, para algún casamiento o comunión. Ahí, en esos tipos que se hacen propiamente rebaño, gregaria oveja entregada mansamente a la conducción omnisapiente del pastor, ahí debe estar la iglesia, en esas cumbias que hacen alegría popular la adoración y el credo, en la fe ciega, en la elección de tener una fe absolutamente ciega. No en esas ceremonias en las que se entona el padre nuestro a media voz, en que los curas miran el reloj porque vienen atrasados y todavía le quedan siete casamientos por delante, en esos tipos que te cobran diferente según la cantidad de temas que te pongan o si se decide acompañamiento de órgano. No: eso no puede ser la iglesia de Cristo, o yo leí todo mal. En esos templos céntricos, que comparten manzana con la municipalidad y el banco, no está. Es más probable que esté ahí, donde pisan esos rostros cobrizos, en esas catacumbas invisibles sepultadas por la indiferencia o la discriminación, por el desprecio racista o de clase, que se escandaliza porque a esa gente –dicen- les roban el dinero los pastores, que le exigen diezmo de sus míseros presupuestos personales para sostener la iglesia. Es probable. La iglesia oficial, la “bien”, recibe fondos de ese gran feligrés que es el Estado. Pero eso no se dice, más pertinente es escandalizarse por esos pobres miserables que entregan sus monedas a la iglesia extraoficial ¡Ah, la modernidad! La gran batalla perdida de la Iglesia Católica. Qué lindos, rectos, naturales, debieron ser los tiempos del medioevo, cuando los feligreses lo daban todo por temor a la furia de Dios o al hierro bermejo y ardiente de la inquisición. Ahora la gente dedica apenas la inútil mañana ociosa del domingo a su fe. Viejos que no pueden dormir hasta las 11 por molestias en la próstata gastan el tiempo en una breve misa. Ahora la gente no quiere poner un mango. Consagra a Dios su vida, pero jamás su billetera. Los pobres miserables si, son capaces – sabiamente- de dar hasta el último penique con tal de asegurarse un plácido descanso eterno en los prados celestiales del Señor. Si, la modernidad fue la gran batalla perdida de la Iglesia. Al menos zafaron del comunismo ateo. Al fin y al cabo, resignando algunas nimiedades, con el capitalismo se pudo finalmente hacer una beneficiosa sociedad: la sociedad occidental y cristiana abrevó tanto de los evangelios como de Milton Friedman. Quien sabe, en el futuro, así como aceptaron el liberalismo y la razón y hasta la ciencia, puedan casar a dos homosexuales. Tal vez medien ante Dios por algún divorcio, para que Él separe lo que Él unió. Quizás en unos 20 o 30 años le den la extremaunción a cilíndricas blástulas, moruladas mórulas o milimétricos fetos en el momento de un aborto. Todo es negociable con tal de perdurar y facturar.
La prédica del pastor termina con aplausos, que ahora si escucho. Imagino la desconcentración feliz, alegre, de mil espíritus repletos de fe que volverán a sus humildes casas. No creo que Satanás tarde mucho en pescar a alguno de estos inocentes mientras esperan el colectivo: en algún alma Luzbel pasará esta noche, porque no acostumbra dormir a la intemperie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Piedad