lunes, 16 de febrero de 2009

Encuentro de dos mundos

Una caja de metal avanza sobre ruedas a ciento sesenta kilómetros por hora, por la gris y calurosa carretera, deshaciendo antinaturalmente la distancia, a una velocidad superior a la que puede concebir la inocente torcacita que ha elegido apoyar su cálido cuerpo gris
–como la carretera- sobre el asfalto que la camufla, que la seduce e induce al sopor, que la quema, al tiempo que el auto avanza, se aproxima, metal caldeado, luces encendidas; implacable llegador antes de que la torcacita sea capaz de ensayar despegue. Entonces se produce el encuentro y la tibieza de la carne cede al impulso de una inercia abiótica y férrea, y los huesos se hacen trizas, y un ruido seco, fugaz y triste anuncia que la torcacita ha partido de nuestros días hacia días de nada o de eternidad, en un mínimo alarde de plumitas grises al aire.

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Piedad