lunes, 28 de septiembre de 2009

Hacia una teratología nacional

Hay una tupida teratología nacional, aunque más bien livianita. Aquí algunos ejemplos recogidos del saber popular, que pintan la originales facciones de nuestras deformidades criollas y su etiología:

Si los incorregibles niños, en sus absurdos juegos, se ponen bizcos adrede y de un repente les entra un aire, quedan bisojos de por vida. Un caso saliente se dio en la localidad de Malabrigo, en el Chaco Santafesino: un niño quedó bizcocho y los padres culparon a un compañerito de juego de haberlo soplado malintencionadamente mientras jugaban a la bizcochera. El médico de un pueblo vecino intentó vana y sospechosamente explicar que la acusación carecía de fundamento, pero le reventaron la cabeza con un talerazo muy persuasivo. Un curandero que fue consultado, revisó la bibliografía regional y consultó a sabios del lugar, y encontró que la sopladita o cualquier aire producían una parálisis irreversible del músculo recto medial del ojo. Así la ciencia satisfizo los anhelos de la impaciencia azotadora.

También se sabe que si un sapo echa una meada certera y le pega en la pupila a un niño (esto no ha sido comprobado en adultos), este, según el autor, queda ciego o queda estúpido. El consenso actual se inclina por la segunda opción.

Si a una mujer gestante se le entra un pelo de gato en el útero – y no me hagan entrar en escabrosidades – el niño le sale peludo y bobo. La localidad de Chelforó, en Río Negro, registra ocho casos en diferentes mujeres. La prevalencia de la deformidad cayó a cero cuando se expulsó del pueblo al gato del sodero, un macho overo negro bastante querendón. Con él se fue del pueblo el sodero mismo, conocido entre sus amigos como el “oso pelotudo” o “el yeti”.

Si se acoplan cristiano y oveja en una noche de cuarto menguante de los meses de Abril o Mayo de año bisiesto, al cabo de 7 meses a la oveja le nace un cristianito lanudo y balador. El caso se ha comprobado en Piedra del Águila, en el puesto del paisano Curaya. Se conoció como el caso de “El corderón”. Los testimonios indican que las noches de cuarto menguante, el corderón recorría los puestos de las estancias balándole a la luna en forma lastimosa y escalofriante. Varios intentaron, inútilmente, carnear y comerse al cordero, pero cuando lo cuereaban y lo ponían en el asador, este desaparecía misteriosamente, para volver a aparecer en otro lado. Finalmente se supo que sólo había una manera de acabar con el mal bicho. Lo reveló un paisano añoso: el corderón debía ser descascarriado con una tijera de plata, luego se le debía hacer tomar la teta de una guanaca blanca, se le debían tejer escarpines de color carmesí y, por último, el padre debía nombrar, sin repetir, 20 marcas de cigarrillos mientras se sentaba desnudo sobre brasas ardientes. Una noche de cuarto menguante se escuchó por última vez al corderón; más tarde, aullidos como letanía se oyeron por toda la Patagonia, en los cuales se escuchaban las místicas palabras Saratoga, Colt y Colorado, seguidas de algunos improperios bien camperos en contra de las ovejas y la soledad.

Por último, si el niño se come los mocos, se le forma una pelota de moco indigestible en la barriga. Con el correr de los años, la bola – técnicamente, un mucobezoario – crece hasta ocupar toda la cavidad del estómago, hasta que el niño revienta asquerosamente. No obstante, al no haber casos recientes de esta dolencia, el autor de estas líneas no desaconseja la práctica de la comida de mocos, la cual, a juicio de muchos investigadores Coreanos, serviría para mantener limpia la napia y sería un comportamiento estereotipado disipador de tensiones. Los más extremistas aseguran haber hallado zonas erógenas en las narinas de algunos camioneros.

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