viernes, 25 de septiembre de 2009

El estanciero

Arranca la mañana en un refunfuño: el Servicio Meteorológico Nacional ha pifiado otra vez en su pronóstico – y van – y el día que se prometía nublado con lluvias y tormentas se mofa de las predicciones soleando despiadadamente los potreros. En la camioneta un tifón de aires acondicionados no le impide elaborar sus pensamientos y convencerse de que otra cosa no hubiese sido posible, tratándose los pronósticos de meras charlatanerías de empleados públicos que juntan sebo y se rascan tupido a costilla del estado, mientras él se ve en la dura hora de recorrer su estancia para verificar la normalidad de las actividades productivas. Un maíz petiso se marchita agobiado, en una pena deshidratada y estoica. El carancho, sabedor de que la seca se marida con la muerte, calla sus calores y banca el estío con gallardía de rapaz. El hombre se llega a las bebidas – oasis de concreto en medio de la reseca Pampa- y comprueba su mugrosidad y descuido, el verdor de sus aguas fétidas, el disgusto del exigente novillo que reclama agua cristalina, inodora e insípida, resistiéndose a beber ese brebaje hirviente de musgos y porquerías. Entonces nuestro señor se monta en una puteada de mil colores contra la monchada inculta que desatiende sus recomendaciones de limpieza periódica, maldice su malhadada suerte de patrón condenado a soportar la impericia brutal y el desapego genético por el trajín y el esfuerzo de la peonada asnal que mantiene a costa de su dinero, y se mete hecho una bronca ardiente en la cabina de su camioneta, donde el frío le pasma el pecho y lo cachetea cruelmente. Mala vida, injustas horas, maldito destino de estanciero; es la vida vivir en un reniego. Y llegándose al potrero de donde vuelan la granza, se apea de su cacharro último modelo y se acerca a la casilla donde están los cosecheros:- ¿Cómo viene dando? – pregunta. Espectacular – le dicen- hay partes que deben andar por arriba de los 40 quintales. Pero el éxito de la cosecha de trigo no colma ni el zapato de sus justas furias y, bajo el quemante sol que le fulmina la sesera, calcula cuanto se irá en forma de tributos, impuestos, gastos de comercialización, retenciones y la mar en coche. Ladrones sin vergüenza alguna, salteadores de oficina que arrebatan impunemente las bien habidas ganancias que le prodiga la tierra heredada de sus abuelos, para mantener vagos y matones en Buenos Aires y para riqueza de los angurrientos políticos que no conocen, como él, el calor, los vientos, el riesgo de las inversiones, la faena de lidiar la peonada.

Y terminada la cosecha, vendido el grano, el buen hombre recibe la paga: lleva en su bolsillo –porque en los bancos no confía – la plata equivalente al trabajo de décadas de sus peones, de los empleados del servicio meteorológico y de todos vago y matón de la Argentina completa. Lleva henchido el pecho y se recuerda, cuanto ama esto que hace, cuanto ama a su país, cuanto ama al campo.

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Piedad