Un pedigrí es mucho más que eso: es la exacta genealogía de un instante glorioso, la concatenación misteriosa de servicios y nacimientos que da lugar a ese preciso momento inenarrable en que un corazón y un caballo galopan a un solo tiempo a trescientos metros del disco, en que cadencia y sístole ritman la victoria sacándole cinco cuerpos de ventaja a las horas tristes de ayer y, aunque en ese momento no importe, las de mañana. Por eso el burrero guarda en su memoria, como en un libro milenario, las mezclas milimétricas de cada sangre que en el alambique mágico de un útero de noble yegua originan los retoños de victorias y derrotas. A veces no importa nada ser hijo de un ganador de clásico y de una ganadora de ocho, pero eso es rápidamente olvidado y sólo de memorias dichosas se compone la mitología: nadie recuerda ese debutante prometedor que naufragó en la polla de potrillos infamando su noble ascendencia, más vale detenerse en ese pichón de crack que culmina la alineación perfecta de planetas y destinos arrasando sobre la pista a los plebeyos que rellenaron las gateras. El burrero hincha el pecho y aprieta los boletos. Son pocos mangos, pero eso importa poco, ya que lo importante es darle cierre a esa ecuación gestada entre maníes y cervezas en la mesa de algún bar, leyendo los nacimientos de algún haras del país o analizando la composición de la sexta carrera de cualquier martes de cualquier agosto. Lo trascendente es que hubo, en esa mezcla de ganadores, un potrillo nacido con inexplicables ganas de ganar, fastidioso con los que intentaron hacerle sombra, amigo y no víctima de la fusta, potrillo volador, divino crack; padre precoz de adrenérgicas palpitaciones, justificadoras de miles de existencias humanas.
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Piedad