Después de un almuerzo brutal de bifes, huevos fritos, flan con crema y vino tinto, sin tan siquiera un café que compensara lo soporífero de semejante sobrecarga alimenticia, a Juan Díaz le fue entrando una modorra inexpugnable. Pagó, dejó una modesta propina proletaria, y se fue caminando a la pensión, mascando un escarbadientes, barruntando las desventajas de no tener un auto y maldiciendo sin mucho entusiasmo a los médicos que aconsejaban la caminata después de las comidas como una fórmula salutífera. Al llegar a su pieza, se dejó caer como una inerte bolsa de huesos sobre la cama de sábanas revueltas y se durmió rápidamente, con un último pensamiento acerca de lo pertinente que hubiese sido lavarse los dientes. Ya profundamente dormido, se soñó echado sobre la hierba de un parque, donde unos pibes pateaban una pelota entre gritos entusiastas y reclamos airados por un gol no sancionado. Paulatinamente, los sonidos en el sueño se fueron haciendo confusos, apagándose lentamente, hasta desaparecer. El Juan Díaz que soñaba Juan Díaz se quedó dormido; lo que es lo mismo: Juan soñó que se dormía. Y en ese sueño dentro del sueño, soñó que estaba en un cine, viendo una película donde unos simios llenos de lascivia corrían a una mujer desnuda. Pero fue poco lo que vio, porque volvió a dormirse, justo cuando un mono –que era Juan, pero esto es accesorio en esta historia- se detenía en un teléfono público para hacer una llamada.
La conciencia siempre se filtra en los sueños; aún en el sueño más absurdo, hay un rescate racional que nos dice que el disparate en curso es imposible: Juan supo que soñar que se dormía y soñaba que se dormía y soñaba, era algo inaudito. Pero entonces ya se perdía en un nuevo sueño, en el cual, sin demasiadas vueltas, se dormía de nuevo, aparentemente, en un colectivo. Y soñaba: esta vez con una verdulería donde se vendían perros de verde achicoria, pero allí mismo –entre los cajones de madera cargados con perritos caniche de achicoria y puerro- se dormía de nuevo. Ahora para soñar que –directamente- se dormía y soñaba que se dormía y, en fin: como un espejo enfrentado con otro, cada sueño memoraba vigilias breves y variadas donde el sopor ganaba indefectiblemente y sobrevenía un nuevo sueño. Imposible saber cuantas veces soñó Juan que se dormía, lo cierto es que, de un momento a otro, pareció despertar.
Es necesario hacer esta descripción tediosa de aquella siesta de Juan, porque fue el hecho capital que alteró su vida hasta el final. Un bife y un huevo frito y un flan no son nada especial en la vida de un hombre; no es nada importante el vino tinto, pero cuando anteceden a una vivencia tan confusa y extraordinaria, merecen -al menos- la sospecha: cuando despertó, Juan decidió inmediatamente convertirse al vegetarianismo y a una vida estrictamente abstemia, al menos en lo referente al vino tinto. Estaba transpirado: la conciencia, ofendida en su racionalidad lineal y luminosa, había estado trabajando su cuerpo, escandalizada por esos arrebatos oníricos inconcebibles. Se levantó de la cama confundido y tensionado. Miró alrededor, estupefacto, incrédulo. Estúpidamente, se pellizcó el antebrazo, que es donde se pellizca la gente que sospecha estar soñando. Salió de la pieza ensimismado, sin siquiera saludar a doña Algañaraz, que fregaba los pisos de la recepción con un solvente pestilente y ofensivo. Ganó la calle. Desabrigado, tuvo frío en esa tarde noche de septiembre, pero no dejó de caminar por varias horas, vagando sin rumbo por avenidas desconocidas ¿Aquello que vivía -ese colectivo que cruzaba la bocacalle, esos pibes que jugaban a las figuritas, ese jacarandá que se mecía suavemente por el viento, ese viejo que mateaba en la vereda, ese olor a puchero que salía de una ventana, ese ciego que esperaba un alma compasiva que lo cruzara a la otra vereda- eran la vigilia real y concreta, material y efectiva, o la ficción de un sueño esperando fenecer al llamado del despertar, apenas una quimera dentro de un sueño, de otros sueños? Atemorizado, pasó dos angustiosos días sin claudicar ante los aprontes del cansancio que lo conminaba a dormirse nuevamente, hasta que su resistencia cayó vencida en un sofá de la casa de su madre. Cuando despertó, tampoco supo si seguía soñando.
Aturdido por el trance, pergeñó una huida al Tíbet, pero lo magro de su presupuesto apenas alcanzó para costear un viaje a Goya, Corrientes, adonde viajó con la convicción – o la esperanza- de que el contacto con la naturaleza despejaría sus dudas. De más está decir que fue un vano trajín, pero el clima correntino le vino bien a sus huesos friolentos y decidió quedarse, sin dar demasiadas explicaciones a sus amigos y parientes que lo reclamaban en Buenos Aires. Allí vivió hasta el final, con escasos instantes memorables y sin alcanzar a despejar la duda que lo aquejaba desde aquella siesta fatídica. Una tarde besó dos labios suaves como pétalo de rosa en una joven hermosa como la niñez. Otra, jugó un picado memorable, lleno de goles y lujos, donde ganó palmadas y felicitaciones, haciendo un gol de rabona. Una noche bailó chamamé exquisitamente, hasta caer exhausto, convencido de que los sueños y el baile están emparentados por ser distintas formas del trance. Cazó un tapir y luego tuvo pena, se quebró un brazo y fue enyesado. En cada uno de estos hechos modestamente extraordinarios, creyó adivinar que finalmente soñaba y que faltaba poco para despertar, aunque la monotonía de días ulteriores se encargaba de dar por tierra con sus esperanzas.
Una noche cualquiera, a los 44 años, Juan sintió un dolor punzante en el pecho y supo que se moría. Se arrodilló en la cocina y buscó apoyo en la heladera. Con la vista nublada, miró aquel mundo que se iba. Añoró intensamente, llena su alma con una última esperanza, que aquello fuera apenas un remedo alucinado de la muerte. Que tras el dolor y el apagarse, sobreviniera la pieza húmeda y calurosa de la pensión de Buenos Aires, para volver a comenzar la vigilia, o algún otro sueño en la cadena ascendente hacia el despertar. Juan quiso que los roles se invirtieran y que la muerte -hermana del sueño- fuera tan solo el preludio del despertar. Lo enterraron al día siguiente, sin velorios ni aspavientos. Su cuerpo descansa en Goya; quien sabe si aun no añora despertar.