La vida de un hombre no es un continuo, si no más bien una sucesión de estadíos ninfales específicos, particulares y sucesivos, más allá del remanente estado de conciencia de uno mismo que se sostiene a lo largo de toda la vida y de los recuerdos – y la influencia de estos- en las etapas sucesivas del vivir. En la vida de un hombre argentino, hay una etapa única en la cual el mundo se concentra alrededor de una pelota de fóbal: yo tuve la suerte o la desgracia de haber vivido esta etapa alrededor del mundial de 1994.
Ese mundial llegó con el antecedente de dos copas Américas ganadas contundentemente, que junto con el subcampeonato en Italia, configuraban la imagen de una selección nacional ganadora. Además, el equipo de Basile tenía un invicto, de relativo valor, de más de 30 partidos. Todo eso se desmoronó con dos colombianazos (también recordados como los “porongazos colombianos”) inolvidables. El primero sirvió para dejar atrás ese invicto de morondanga: 2 a 1 en Barranquilla. El segundo fue historia: cinco pepinos en el monumental y el inicio del ocaso del Goyco y el pasaje al repechaje gracias a un gol sobre la hora de Perú contra Paraguay. De repente, casi sin darnos cuenta, los subcampeones del mundo y bicampeones de América se comían sopapos de todos lados. Ruggeri, por lento, Goyco, por morfa amagues, Batistuta, por bruto y por no amagar como Valencia, Redondo, por amargo. De golpe, nos volvimos a acordar de Maradona (que el día del 5 a 0 había estado en la tribuna del monumental).
Cabe recordar, ahora que la idolatría del 10 no tiene medida y cuando muchos creen que Maradona fue siempre el de los “highlights”, indiscutible y siempre genial, que cuando el 10 jugaba en el Sevilla (post- dopping napolitano) nadie le pedía a Basile que lo convocara y que estábamos convencidos que Leo Rodríguez o hasta el Cholo Simeone podían llevar la camiseta 10 sin problemas. Después del Colombianazo, Diego reapareció y Basile, que no lo quería convocar, lo tuvo que llamar para ir a Australia. Más tarde llegaría la primera “gran adelgazada” del Diego, su vuelta a Ñuls, el centro a Balbo, la clasificación, y más tarde nueva crisis con abandono de Ñuls y balinazos a periodistas, nueva obesidad, y nueva aldegazada, para ir al mundial hecho un pibe. Se hablaba entonces de que Diego estaba flaco y además – a diferencia de lo que había ocurrido en la vuelta a Ñuls – musculoso, fuerte, picante. No se hablaba, todavía, del “polémico” fisicoculturista que lo entrenaba, llamado Daniel Cerrini. Se reconocía que Diego no tenía el “pique corto” del 86, pero se elogiaban su experiencia, la precisión de sus habilitaciones y su influencia en el equipo. Todas estas estupideces estaban a la orden del día y llenaban los programas y las revistas mundialeras que yo frecuentaba.
De la previa de ese mundial no recuerdo demasiado. Se que jugamos el último partido contra Israel porque era cábala, y ganamos.
Ese fue el primer mundial “TyCsportizado”: Paenza, Macaya y Araujo lo seguían al 10 a sol y sombra. Todos tenían la gorrita con publicidad y jetoneaban delante de las cámaras. Había vuelto Cani, y Balbo jugaba insólitamente de… ¿nueve mentiroso? ¿ de qué carajo jugaba Balbo? La cuestión es que teníamos un equipazo, que se comió a Grecia como a las primeras peras, para que todos supiéramos que al Bati no le quedaban grandes los mundiales y que el 10 seguía siendo el mejor.
Ya para ese mundial yo era más independiente y me podía ir a ver los partidos con amigos. Naturalmente, después de la goleada, una casa se convirtió en cábala hasta el final y vimos todos los partidos en el mismo tele, la misma mesa y las mismas ubicaciones (como casi todas las cábalas, no sirvió para una mierda, pero nadie puso demasiado énfasis en remarcarlo). El gol de Diego lo grité como nunca. Estaba loco, no podía creerlo. Miraba el tele, el grito a la cámara (en eso fue pionero también) me conmovió. Todavía me pregunto por qué me emocionaba tanto ese tipo. Que carajo es el carisma. Que tenía (y tiene) Maradona, para que yo gritara ese gol como si fuese una revancha propia, mía, como si Havelange y la mafia napolitana y Codesal y Ferraíno me hubieran cagado la vida a mi, y yo les respondiera: miren, hijos de puta, estoy vivo y voy a ganar. Un adelanto del “ahora que la chupen”.
El segundo gol de Caniggia a Nigeria sirve como ejemplo de la idolatría de Diego: Caniggia se la pide desesperadamente, en una avivada, a Maradona, que primero le pide que espere y recién después se la da. La prensa hablaría del pase de Maradona y la avivada que tuvieron con Caniggia.
De lo del Dopping me enteré por mi vieja, que me llamó para ver la tele. Tenía un gesto grave, de madre que sabe que su hijo va a sufrir y quisiera evitarlo, pero que se resigna al hecho de que su hijo debe madurar. En la tele, Mónica y César, junto con el ruso de rulos que hacía las deportivas, hablaban de “un supuesto dopping positivo” que podía ser de Sergio Vázquez o de Diego Maradona. Juro que me ilusioné con que fuera de Vázquez. Y cuando se supo que era de Diego, juro que esperé delante de la tele el resultado de la “contraprueba”. Evidentemente, yo era un gil. Sin embargo, todavía se hablaba del caso “Calderé”, un gallego al que le habían dado un partido o dos por usar la misma sustancia: efedrina (entonces era la primera vez que la escuchaba nombrar). Finalmente, el Diego apareció hablando entre lágrimas, diciendo que lo habían separado del plantel y que le habían cortado las piernas. Yo también lloré. El mundial más festivo y el que más había sentido, ese que me tocó vivir en una etapa ninfal pajero/futbolera, terminaba en tragedia: Bulgaria nos pintó la cara y en ese partido se lesionó Caniggia (rarísimo). Rumania nos mandó de vuelta, pero el mundial había terminado antes. Paradójicamente, Maradona era cada vez más ídolo.