sábado, 27 de marzo de 2010

Mundiales

La llegada de los mundiales siempre me sorprende. En general, meses antes del comienzo de la copa, viene a mi cabeza un pensamiento del tipo: “uh, ya casi empieza el mundial”. Tengo una hipótesis para explicar esa insólita sorpresa ante algo que, en definitiva, está perfectamente anunciado (cada cuatro años hay uno). Creo que el olvido es una resistencia psicológica a reconocer el paso del tiempo. Algunos descubren el paso del tiempo en las arrugas de la cara, otros en la llegada del verano y las vacaciones, otros en el crecimiento de algún chico. A mi me llega, cada cuatro años, un mensaje brutal: el tiempo pasa demasiado rápido; ya llegó el mundial. Entonces desahuciado, pienso: qué bárbaro… si ayer nomás… ya pasaron cuatro años… que lo parió.

El primer mundial del que guardo una memoria cierta y propia -no heredada de historias escuchadas y partidos en diferido- es el de Italia 90. De Méjico no puedo decir mucho: algún recuerdo de mis viejos mirando un partido en el living, en un televisor Telefunken que debía tener 15 pulgadas, algún gol que recuerdo que se gritó, de los spots de Clemente y de un póster del equipo campeón que vino en la revista Billiken.

Pero el 90 fue distinto. Yo ya tenía 10 años y debo decir que fue la primera vez que le presté atención a Maradona y, tal vez, al fútbol televisado. Recuerdo el partido con Camerún, que fue después del almuerzo. Antes de empezar, Maradona hizo jueguitos con el hombro en la mitad de la cancha. Mi viejo dijo: “Qué genio, qué genio ¿Cómo no vamos a salir campeones del mundo con un genio así? Lo recuerdo como si fuera ahora. Está totalmente de más que diga que mi viejo era mi gran referente en temas de fútbol, por eso no entendía nada cuando el partido terminó 0 a 1. Me acuerdo que nos pasamos puteando las patadas que pegaron, en especial la que Makanaki le pegó a Diego en el pecho, impresionante. Para mi fue algo tremendo, no lo voy a olvidar más. Tampoco la impresión que me produjo Caniggia, que entró en el segundo tiempo.

El segundo partido fue con Rusia. Lo vi en casa, con mi viejo y un cliente de él, que ahora pienso que no debía tener la más puta idea de fútbol. Recuerdo el error del defensor en el raro gol de Burru, y la lesión de Pumpido. Nobleza obliga: el cliente de mi viejo dijo “este pibe es bueno” cuando Goyco entró. No se porque, yo a Goycochea lo conocía, aunque me sorprendió verlo sin gorra.

El tercer partido – con Rumania- cometí un retroceso a la infancia. Me fui al cumpleaños de mi primito – 2 añitos- dejando de lado el partido. Evidentemente yo era un chico que no había caído en la zoncera del fanatismo: ese era el partido definitorio. Pero me puse contento cuando me dijeron que habíamos pasado.

Y ahí empezó otro mundial: me acuerdo – estoy totalmente seguro- que el partido con Brasil fue un sábado. Y que todos pensábamos que Brasil nos iba a pintar la cara, cosa que efectivamente ocurrió. Recuerdo la paliza del primer tiempo, los tiros en el palo. Mi viejo – lo dicho, mi referente- dijo: “Vamos que hoy es San Palo”. A mi me gustó, por eso me acuerdo. Y después lo de Diego. Yo respiré aliviado: con razón, ese es Maradona. Mucho gusto, ídolo. Cuando terminó, lo festejamos en casa, mi viejo se reía de los brasileros que lloraban en la tribuna. En ese año 90 habíamos cambiado el televisor Telefunken por un Philco mucho más grande - ¡Con control remoto!- y habíamos puesto el cable, lo cual en Bahía Blanca era condición necesaria para ver el mundial por ATC.

Llegó Yugoslavia. Partido amargo. Para mi, ese partido se veía mal y fue aburridísimo. Nos anularon un gol. A pesar de que fue cuartos de final, no guardo muchos recuerdos. Salvo de los penales y de que Diego erró y Goyco atajó. Pero nada más.

El partido que más recuerdo es el que jugamos con Italia. Se vivió con un fanatismo ajeno a mi familia: porque se llenó la casa de vecinos y amigos de los vecinos. También estaba la genia de mi abuela, que decía cualquier boludez y nos hacía reír a todos. Me acuerdo de la silbatina al himno y de Diego puteando a los Napolitanos, del gol de Schillaci y de que, por primera vez en todo el mundial, alguien dijo: “estamos jugando bien, ojo”. Y después el gol de Cani y una jugada, que en realidad la recordé más tarde cuando la vi en youtube y me vino a la memoria, de Diego gambeteando Tanos y llegando al área, dándosela a Olarticoechea, que la tira apenas afuera. Me acuerdo como lo puteamos a Zenga y me acuerdo del penal de Serena. Después fue festejo, alegría. Al otro día, en la escuela nos sacaron a todos al salón de actos, a cantar “vamos, vamos Argentina”.

Después vino la final, sin Cani, y tampoco recuerdo tanto. Si del gol, la expulsión de Monzón y Desotti, la tristeza, las lágrimas de Diego y la medalla de subcampeón. Pero de lo que más me acuerdo es que yo había hecho una macumba para que Goyco siguiera atajando penales. Lo había visto en “El Contra”: poner un círculo de sal y un poco de ruda en el centro, con la foto de goyco. Yo tenía una foto que había comprado en el centro, de Goyco rezando antes de los penales con Italia. Hice la macumba. Es la primera vez que lo confieso: es probable que el gol de Brehmen haya sido mi culpa. En realidad, la culpa de Juan Carlos Calabró.

Anexo

Otras cosas que recuerdo: El gol de tiro libre que Yugoslavia le hizo a Zubizarreta, porque antes de que lo pateara dije que era gol. La cagada que se mandó Higuita. El bailecito Roger Milla. Las cabriolas de los negros en el partido Camerun-Inglaterra, y lo feo que era David Platt. Los goles de Thomas Skuravy y la definición de un grupo de primera fase tirando la moneda a cara y ceca.

sábado, 13 de marzo de 2010

Bioy y Crítica de la razón pura

En el prólogo a "Historias desaforadas", Bioy Casares escribió: "Cuando leí en 1936 0 1937 la "Crítica de la razón pura", de Kant, lo primero que pensé fue retratarme junto al libro, como una especie de testimonio de que lo había leído".
Cualquier lego - y, quien sabe, tal vez los eruditos- que hayan andado las páginas del monumental libraco, saben que Bioy no erraba al querer retratar su epopeya de lector. Es duro llegar al final de un libro del cual, se han comprendido solo algunas cosas, y las que se han comprendido sean, acaso, las menos importantes. Pero hay algo heroico en esto, que vale la pena.